Sentí tristeza al ver aquella casa desolada y sin vida, deteriorada por el paso del tiempo, ¿Cuanto cuesta un entierro?

Sentí tristeza al ver aquella casa desolada y sin vida, deteriorada por el paso del tiempo, y que tantos recuerdos me traían de mi tierna infancia donde fui tan feliz.

Me viene a la memoria la imagen del dueño: un hombre cariñoso y afable, respetado por todo aquel que lo conocía. Rozaba la tercera edad y su rostro era el espejo de quien había trabajado y sufrido mucho en la vida. Parece que estoy viendo llegar a Morriel, aquel magnífico hombre, después de un día duro de trabajo de campo, y cómo subía a paso lento calle arriba llevando del ronzal a su mulo cargado de esparto. Morriel aprovechaba aquellas tardes de verano para preparar el esparto y hacer aparejos y espuertas que algunos vecinos le encargaban. Con aquel trabajo artesano, podía sacar algunos duros extra para poder vivir en aquella España donde tantas carencias había. Mi casa estaba en la misma calle, unas cuantas más arriba, en aquel pueblo entrañable pintado de cal y dando ese encanto tan especial que tienen los pueblos andaluces.

A pesar de estar con las vacaciones escolares, mi madre decía que no estaba bien visto que las niñas estuvieran todo el día jugando en la calle como si fueran niños. Supongo que la mayoría de las madres dirían lo mismo, porque todas mis amigas lo hacían: ayudar en la casa y aprender las tareas del hogar y de tres a cinco ir a casa de la vecina Asunción, una buena mujer que tenia un pequeño taller de bordado en su casa y enseñaba el arte de bordar a mano y a maquina.

Yo, como era pequeña todavía, me enseñaba a bordar a mano, pues para llegar a los pedales de la máquina aún me faltaban unos años.
Eran tardes divertidas, donde no sólo se aprendía a bordar. La charla y las risas, también hacían de las suyas y era rara la tarde que no nos desmadrábamos. Tengo que confesar que parte de aquello tuve mucho que ver, por eso más de una vez me castigaban a bordar a solas en la habitación colindante. Asunción me decía que revolucionaba a las demás niñas con tanta charla y con tanta guasa, que tenía que ser más aplicada si quería aprender. Así que por la cuenta que me traía, me portaba muy bien si quería estar con mis amigas, por lo que terminaba mis labores «con notable alto», como ella me decía. Al estar concentrada, me salía el bordado perfecto.

Ya en casa, después de merendar pan con una onza de chocolate, que tanto me gustaba, -aún recuerdo la marca 'El gorriaga'- ¡Por fin tocaba salir y jugar con las amigas en la calle!

Ya había pasado las horas, y recuerdo como mi madre me llamaba para que entrara a cenar y yo, deseando terminar para volver a la calle, porque era costumbre en verano tomar el fresco en la puertas de las casas. Mis padres salían cada noche, se reunían con los vecinos y pasaban parte de la noche en sus tertulias.

Morriel, sentado en su silla de anea y fumándose un cigarrillo que él mismo liaba, se sonreía cuando nos veía llegar, pues sabia perfectamente a lo que íbamos. Siempre nos recibía con almendras garrapiñadas que él mismo hacía. Se le veía feliz disfrutando de nuestra compañía, le gustaban mucho los niños, y para Morriel era lo más parecido a tener hijos, quizá por eso volcaba su cariño en los hijos de los vecinos cuando cada noche le hacíamos compañía sentados en el tranco del zaguán esperando que empezara a relatarnos aquellos cuentos que tanto nos gustaban y a los que tanta atención poníamos. No sé si eran cuentos de autores o eran historias inventadas, sólo sé que eran unos cuentos preciosos.

Nunca supe si Morriel, era su nombre de pila o un apodo, pero todos lo conocíamos por ese nombre. ¡Cómo pasa el tiempo! parece que fue ayer cuando nos contaba aquellas historias sentado en aquella silla de anea liándose unos cigarrillos que luego se fumaba.

Inés..