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MITOS y LEYENDAS

EL ESPÍRITU DEL CALATRAVO
Por Noelia Gosálvez Rey & José Antonio Molero

Ubicado en La Mancha, Villarrubia de los Ojos se levanta geográficamente en la zona septentrional de la provincia de Ciudad Real. Su término municipal es montañoso en la mitad norte y completamente llano en la mitad sur, lo que hace que el río Gigüela carezca de corriente a su paso por él y forme vegas que suelen encharcarse con frecuencia. En el extremo sureste, en una zona ligeramente ondulada, se sitúan los llamados Ojos del Guadiana, paraje hoy convertido en terreno de cultivo, donde se decía que reaparecía el río Guadiana tras esconderse en Argamasilla de Alba. Villarrubia de los Ojos se sitúa a media altura de un cerro, a caballo entre las estribaciones de los Montes de Toledo y la Llanura Manchega, situación orográfica que lo convierte en uno de los mejores miradores de toda la región. Muy cercano se halla Daimiel, en cuyo término municipal se hallan unos humedales que se llaman ‘tablas’, de un enorme interés ecológico y de una belleza excepcional, para cuyo cuidado y disfrute de los amantes de la naturaleza se ha instituido el muy conocido Parque Nacional de Las Tablas de Daimiel.

Entre los moradores de Villarrubia de los Ojos existe una tradición que refiere un hecho de gran trascendencia por la influencia que tuvo en el devenir de la historia de España, suceso del que, aunque me considero amante de la historia de los pueblos, confieso honestamente no tenía la menor noticia. Me viene ahora a la memoria la anecdótica circunstancia que propició la relación del hecho por un extraño personaje que llegamos a conocer de manera casual. Y fue tal el impacto emocional que me causó el desenlace de todo aquello que no puedo sustraerme a daros cuenta de él en las líneas que siguen. Os cuento.

Aquel verano habíamos decidido dedicar nuestro viaje vacacional a una visita al Parque de Las Tablas de Daimiel. Nos atraía especialmente lo que nos habían contado de la belleza de su naturaleza. Gracias a un año de abundantes lluvias, el humedal estaba en su máximo esplendor. Mil tipos de plantas y centenares de especies de aves hacían nuestras delicias y embelesaban nuestros sentidos.

Yendo de un lado para otro, no nos percatamos de que la tarde había caído y se nos había hecho de noche. Rodeados por la más absoluta penumbra, hallar el coche que nos había traído era poco menos que imposible.
Lo habíamos dejado en algún tramo del camino, pero por muchas que vueltas dimos, no lográbamos encontrarlo. La oscuridad se acrecentaba a cada momento.

Por fin, a un lado de aquella vereda, llamó nuestra atención una destartalada cabaña medio derrumbada. Nuestra inquietud por habernos extraviado en aquellos parajes desconocidos pareció hallar sosiego al observar que una luz mortecina parecía salir a través de uno de sus desvencijados ventanales.
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