Todas las borrascas llevan consigo un otoño, da igual...

Todas las borrascas llevan consigo un otoño, da igual la época del año en que vengan. Y por largo o breve que resulte ese otoño provisional, por veraniego o por invernal que sea, en todas las ocasiones me acuerdo de Gustavo Adolfo Bécquer, no tanto por sus poemas y sus narraciones como por su soledad (porque la soledad es, como se sabe, la razón de ser de los otoños). Bécquer está solo en su precioso monumento del parque de María Luisa, enjaulado para que los salvajes no lo destrocen. Y casi igual de solo y aún más olvidado está también en su Panteón/Trastero de los Sevillanos Ilustres, ese sótano hortera enterito de mármol donde está enterrado; ese silo mortuorio que suena a chas chas de pasillo del anatómico-forense y que tiene toda la pinta un templo rosacruz californiano, y del que solo lo distrae el fantasma de su vecina Cecilia Bohl de Faber, que no descansa en paz con toda la razón del mundo: aquello no es lugar para poetas. Mañana, vecinos del distrito Sur representarán una comedia dedicada a Bécquer en el parque de María Luisa, porque el lunes 17 se cumplen 178 años de su nacimiento. Este día, pasado mañana, unos paisanos de la Oliva se reunirán también para leer poemas delante de su efigie de mármol y bajo el impresionante y desflecado ciprés de los pantanos que lo corona, otro ser augusto, solitario y encarcelado. Fin de la conmemoración.
No me gusta lo que Sevilla lleva haciendo con Bécquer aproximadamente 178 años. Las honras vecinales de cada 17 de febrero, por encomiables y bienintencionadas que sean, que lo son, no bastan. Lo que diga este periódico, tampoco. Espero que las autoridades locales no tengan el cinismo de obligarme a hacer aquí una encendida defensa del escritor y de su obra, de citar versos y de proclamar que El rayo de luna y El miserere están a la altura de los más bellos relatos fantásticos jamás escritos; de explicar que el más acongojante paisaje de Transilvania lo pintaba el de la perilla cuando escribía sobre las ventiscas destempladas de las tardes junto al Duero. Gustavo Adolfo Bécquer no debería estar enterrado en ese sótano de morgue cateta de la Facultad de Bellas Artes, sino en la Catedral de Sevilla. Si la Abadía de Westminster tiene su rincón de los poetas, ¿por qué el tercer templo de la cristiandad no tiene su capilla de los románticos? ¿Cómo puede estar Queipo de Llano en la Macarena y Bécquer en esa tétrica bolera de Las Vegas? La Catedral, la Macarena, el parque, la venta del gato, la orilla del Guadalquivir a la que se iba a escribir de la pena de amar…, que lo entierren allí, en algún lugar que indique que los sevillanos todavía tenemos dignidad, que aún tenemos corazón. La tristeza de Bécquer no era romanticismo. Era realismo. Sevilla no se merece otra cosa.
(C. R.)

Seguimos con la reconquista desde el SUR le pese a quien le pese.