UNA NOCHE DE CAMINO A LA GRANJA...

UNA NOCHE DE CAMINO A LA GRANJA

Hacía ya un buen rato que caminaba a oscuras, adentrado en el Camino de las Huertas. Las luces del Barrio de la Estación primero y las de la vaquería “del Segovia” después, habíanse quedado muy atrás. La próxima luz, si es que no se encontraba rota la bombilla, lo cual era lo más frecuente, le saldría al paso unos 200m más adelante. No es que le sirviera de gran ayuda, pues entre la altura a que se encontraba y lo poco que alumbraba, no podía evitar hundir sus botas en la profundidad cambiante de los surcos, moldeados por las ruedas de los camiones que acudían a diario para cargar las hortalizas y transportarlas al mercado de Legazpi en Madrid.

La bombilla estaba bajo una tulipa, que alguna vez había sido blanco su esmaltado de porcelana, pero debido a que era usada de diana durante el día por tiradores con tirachinas y carabinas de aire comprimido, se encontraba dibujada de esferas oxidadas que no la permitían llevar el haz de luz hasta el suelo. Entre esto y las ramas, el haz quedaba suspendido, cual nebulosa en el espacio.

La tulipa se encontraba suspendida de un poste que marcaba la existencia de un pilón redondo, rodeado de matorrales, que servía para el riego de las huertas y para darse, él y sus amigos, algún chapuzón en verano, siempre que no se lo impidiesen los hortelanos.

El pilón interrumpía lo que hubiera sido la línea recta del camino, en un tramo de unos 300m, de ahí que la luz del poste solo sirviese como referencia. ¿Quién iba a aventurarse por este camino de noche? ¡Un bobo como yo!, pensaba.

En ese momento se encontraba al borde del barranco, donde unos 2m más abajo discurría el cauce de un arroyo que en otoño, después de copiosas lluvias, bajaba lleno a rebosar y el agua con tal fuerza, que arrancaba árboles de raíz y se llevaba el puente por el que se vadeaba, e incluso anegaba gran parte de las huertas. Este invierno no había puente, pues después de llevárselo el agua, pasaban unos años hasta que se erigía de nuevo otro. Tenía que atravesar el arroyo por aquí.

Podía hacer lo que hacían los camiones y los carros, e incluso el pastor con las ovejas; dar un rodeo, o dos, ya que había otros dos caminos, lo que le suponía un trayecto de unos 5 km uno, y 4 km otro, para llegar al portalón de la finca donde se encontraba la granja, 1km más adentro, en medio de un monte de pinos, encinas y jaras.

Si lo hacía por aquí, a pesar del penoso trabajo que tenía que hacer, como más adelante se verá, era porque el trayecto, y solo hasta el portalón, era de 2km, de los cuales, mal, lo que se dice mal, tan solo eran 200m, le llevaba menos tiempo, llegando por tanto a casa antes, y los otros dos trayectos estaban en precario, en lo que concierne a luces, precisamente donde más necesarias se hacían.

Además, que uno de los rodeos, el que más usaba el pastor y los muleros, sería de unos cuatro kilómetros, de los cuales más de 500m eran verdaderamente malos. Con grandes surcos, anegado de charcos y de barro, que en ocasiones ocupaban más del ancho del camino, pareciendo arenas movedizas, salía de barro por encima de las rodillas y el carro de mano, del que tiraba, no rodaba, se deslizaba sobre el barro. Por estos inconvenientes, el tránsito del pastoreo, muleros y demás transeúntes, se hacía de día.

Todo esto lo había podido comprobar al regreso, una noche que llovía “a cántaros” y que llegando empapado a la granja, el hombre que estaba supliendo al Sr. Bernabé, encargado o mayoral de la granja, le recomendó el camino, diciéndole que existía una vereda para salvar los charcos. Vereda que a oscuras no encontró y que si no llega a ser por su inseparable amigo Dyc, que al parecer caminaba por ella, y al que llevaba atado con una cuerda desde su collar al carrito, no logra pasar de allí. En cambio, así, de esta guisa, entre los dos lograron salir, llenos de barro y maldiciendo la “puñetera idea tan genial que le había dado el puñetero granjero”.

(Este amigo, Dic, desapareció de su casa una mañana. Se lo llevaron unos gitanos, porque les ladraba mucho y ellos “le enseñarían buenos modales” a pesar de las protestas de su madre y de su abuela. A la semana siguiente apareció de nuevo con una cuerda atada al cuello. Se les había escapado rompiéndola y había vuelto solo desde el barrio de Tetuán, en Madrid, hasta su casa en la Colonia Benitez, en la Estación de Pozuelo. Por conforme venía, tuvo que pasarlo mal el noble animal. Debió de sufrir lo suyo para hacer lo que hizo, pues en línea recta, de un lugar a otro hay unos 20km, pero solo se podría hacer recto volando, andando pueden ser más de 25km entre coches por calles desconocidas, bajadas, subidas, barrancos y el cruce del río Manzanares de por medio. Dos semanas después aparecieron por la colonia los traperos gitanos con la intención de llevárselo de nuevo. Solo diremos que no lo consiguieron, pues el suceso merece capítulo aparte por lo extenso que puede resultar su narración).

Podría haber optado por la otra ruta, la de los camiones y carros, pero esa a él no le gustaba tampoco. Tendría que subir más de dos kilómetros desde la Estación al pueblo, atravesarlo y bajar por el camino de la Fuente de la Salud hasta las inmediaciones de las Huertas, lo que suponía otro tanto de trayecto, y tomando por el camino superior, al que salía un poco más adelante el que llevaba, llegar, después de recorrer unos 500m, al portalón.

No, no le apetecía subir más de dos kilómetros de cuesta y recorrer en total más de cinco, para llegar a unos 300m de donde se encontraba. Vamos, ahí enfrente como quién dice, además de haber tenido que atravesar un arenal de 10m de ancho, un cauce seco al que hacía años le habían desviado las aguas, donde las ruedas se quedaban clavadas más que en el barro. Sumando, lo que había de recorrer a la inversa; otro tanto. No, por allí fue tan solo un día, y con luz solar, para inspeccionar el terreno por si le fuera mejor, pero se convenció de lo contrario cuando el carrito se hundió en el arenal. Tuvieron que rescatarlo los hortelanos, antiguos compañeros de su padre, amigo y pariente cercano de alguno de ellos, informándole del recorrido de más de diez kilómetros que tenía que andar, cinco de ida y otros tantos de vuelta, para llegar de la tienda a la granja y viceversa.

Se dispuso a llevar a cabo la tarea para poder cruzar al otro lado. Esta tarea se la enseñó la “Sra. Necesidad”. Esta señora se encontraba en una fábula que les contaba el maestro cuando estaba en “medianos”. Trataba sobre un mancebo que se encontró en un problema parecido al suyo y tuvo que llamarla, según le aconsejó el patrón, para que acudiese en su auxilio, cuando el burro le tiraba la carga de sacos de trigo que trasportaba en el lomo, cuando iba camino del molino, y no podía ni sabía cómo subirlos él solo otra vez sobre el jumento. Algo bueno tenía que haber sacado de lo malo que tenía aquél maestro, pensó.

Sacó uno de los dos cajones de madera que llevaba en el remolque, con los cartones vacíos para llenarlos de huevos en la granja, se lo puso al hombro y comenzó a bajar el barranco. Una vez abajo chapoteó el agua con un pie para cerciorarse del nivel del agua, pues la linterna que llevaba mordida en su boca, daba tan poca luz que apenas se reflejaba en el agua -hasta para unas nimias pilas eran rácanas sus jefas-, vislumbró el primer cascote de ladrillos, restos del puente derruido, y alargando una pierna y dando un impulso llegó a él, y así al siguiente, hasta cruzar al borde del talud opuesto.

Subió la pendiente por medio de unos escalones, iguales a los que había bajado y que alguien se había tomado la molestia de formar a base de azadón. Dejó el cajón al otro lado y se dispuso a repetir la misma operación con el otro. Para poder pasar el carrito emulaba a su héroe del cine, Hércules. Al igual que este cogía las piedras como si fuesen panes y se las llevaba sobre su cabeza para lanzarlas sobre sus enemigos, él cogió el carro por las barras laterales y se lo colocó suspendido sobre su cabeza con los brazos extendidos, como había visto hacer al forzudo griego en las películas que pasaban en el Cine del Valle.

Pero él no era Hércules y tras varios traspiés y titubeos, lograba estabilizarse. Tras rehacer el equilibrio, despacio bajaba los peligrosos escalones, cruzaba el cauce y penosamente encaraba la pendiente del otro lado. Llegado arriba, bajaba el carrito, metía los dos cajones y continuaba su odisea particular para llegar a la granja.

Al llegar, salieron a recibirles los congéneres de su amigo Dyc, con los que congeniaba bien. No había luz alguna hasta que no salió Berna y encendió la de la puerta de su casa. Bueno, es un decir, llamar a aquello su casa, pues él tenía la suya propia, o en alquiler, pues era propiedad del ayuntamiento, donde vivía con su familia, su mujer y Mariqui, su hija.

Aquello era la oficina, el despacho al detall para todo el que se acercaba a la granja a por algunas docenas de huevos, y su dormitorio. Allí tenía una cama, la cual recogía durante el día, para quedarse a dormir los días que se le hacía tarde para regresar a casa, ya entrada la noche. Ni siquiera Bernabé se arriesgaba a transitar por aquellos caminos en noche cerrada, aun yendo de vacío y conociendo el camino como lo conocía. Se trasladaron al almacén y entre los dos llenaron los cartones con dos docenas y media de huevos cada uno, los metieron en los cajones hasta completar treinta docenas y listo; dispuesto para el regreso. Como hacía frío, Berna le invitó a un café y tras calentarse un poco por dentro y por fuera en la estufa, partió.

CONTINUARÁ