CAMBIO DE GUARDIA....

CAMBIO DE GUARDIA.

Un réquiem catalán.

«La vida es cruel para los patriotas», sentenció. Y saltó al vacío.

Gabriel Albiac.

Actualizado: 23/10/2019 23:43h.

Tera el hijo un pelín cortito que va en el fatal lote de todas las familias. De las nacionalistas como de las plebeyas, de las más patrióticas como de las más escépticas. Montaba estupendos números en los aviones si alguien no condescendía a hablar su lengua nativa. Clasificaba como bestia parlante a quien cayese en la degradación de hablar o de escribir en el brutal dialecto de los españoles. Medía cráneos. Nadie se lo tomaba demasiado en serio: cosas del chico, ya se sabe, naderías del terruño.

Como portador de tan notorias virtudes, lo detectó un día P. Y lo invistió en su heredero. Porque alguien tenía que cargar con el muerto de la Generalitat en fuga, mientras él se oreaba la aburrida neurona, allá por la gris Bruselas. «Tú vas para presidente, hijo, te lo digo yo, que de eso sé un rato. Y, con un poco de suerte, salvarás a la patria catalana. Es un destino glorioso, ¿eh? Lástima que yo no pueda acarrear sobre mis espaldas tan magnífica tarea. Pero es que, ya ves, ando muy ocupado con estas cosas serias y aburridas de poner pisito en Waterloo». Es de suponer que T no cabía en sí de gozo cuando volvió a casa para contarlo: «No os lo vais a creer, voy a ser presidente. Y héroe. Y, a lo mejor y con un poco de suerte, hasta mártir...»

Pasó el tiempo. La sonrisa belga de P se fue ampliando. Las dichosas moules-frites tampoco eran tan asquerosas. Y, a la monotonía de la lluvia flamenca, uno acaba hasta por hallarle su encanto. Rejuveneció. Se vistió mejor. Hasta cambió de flequillo. El hijo pelín cortito se fue mustiando, mientras tanto, en su ilustre palacio de Barcelona. Los jueces empezaban a sitiarlo: mala gente mesetaria. La alegre juventud dorada de los barrios bien empezó a quemarle su bonita capital patria y a emputecerla despiadadamente de basura y ladrillazos. El espectro de la inhabilitación empezó a sobrevolar sus sueños de gloria. El presidente de la tercermundista España miserable se negaba a cogerle el teléfono. «Qins collons!», se lamentó con triste mirada a la cámara fingidamente oculta; «quins collons!» que un espécimen de la raza inferior castellana pudiera hacerle ese desprecio a él, ser supremo de la suprema tierra que parió a Da Vinci (en realidad, De Vich), Cervantes (es decir Cervant) y Colón, y Erasmo y Santa Teresa (de Aristóteles, por el momento, aún no se sabe, pero se está en ello).

«Quins collons!» No le quedaba más que la final tarea del héroe: la oblación salvífica. P, desde Waterloo, le sonreía persuasivo: «Salta, hijo, salta, ¿a qué esperas? La patria te acogerá en el panteón de sus héroes. No hay mejor destino». Las carcajadas del de Lledoners resonaban en la plaza de San Jaime. «Salta, salta», coreaban los rufianescos botiflers de la insidiosa Esquerra. Y, en voz más baja: «Vete a saber. Con el caletre de este chaval, lo mismo se lo cree y se tira por el barranco él solito». «Salta, muchacho. Te guardamos un lugar de honor, aquí, en la cárcel».

El imperialista madrileño se dio un paseo triunfal por su Barcelona. En coche blindado y muy vistosos subfusiles. Ni se detuvo a desearle los buenos días. Y al chico un pelín cortito comenzó a rondarle la sospecha. ¿Cómo era lo de aquel andrajoso que escribía en el tan feo dialecto castellano? ¿«…El payaso de las bofetadas…»? Algo así. Se miró en el espejo. Tenía el rostro empastado en blanco. Nariz roja. Y todos se reían. En Bruselas, en Madrid, en Lledoners. También en Barcelona. «La vida es cruel para los patriotas», sentenció. Y saltó al vacío.

Gabriel Albiac.

Articulista de Opinión.