LA WOLFRAN

Desde que recordaba, Adela pasaba el verano en Oencia, el pueblo de sus abuelos maternos. En aquel lugar la naturaleza era amable, pero en aquel paisaje bucólico tenía poco que hacer una adolescente inquieta como ella. Su curiosidad era grande y conocía bien las fuentes, los caminos y todos los surcos y frutos de la huerta del abuelo Mateo, sin embargo los días eran largos y para ocupar el tiempo Adela también había logrado disfrutar de la conversación de la tía Vicenta, en realidad, una vecina de ochenta y ocho años que quedó viuda poco después de que naciera su segundo hijo. La muchacha charlaba con ella cada vez que tenía ocasión y le pedía, sobre todo, que le relatara cosas de la guerra. Vicenta desempolvaba sus recuerdos y repetía una y otra vez las escasas anécdotas que se iban desdibujando con los años.

Este verano ha surgido un nuevo capítulo, un relato sufrido en su propia carne al que Vicenta puso todo el ardor narrativo como si tuviera la certeza de que sería la última persona que la escuchara con la atención que merecía:

En el año 40, las necesidades eran muchas y los recursos de una viuda con dos hijos, escasas. Vicenta sufría por el pan de sus niños, pero le dolían especialmente los pies descalzos y las manos ateridas de aquellas criaturas. No eran los únicos necesitados que había en la aldea, pero seguramente sí los que tenían la madre con más empuje y decisión. Por eso, cuando supo de la compañía minera que, con capital alemán, se había instalado en Cadafresnas y que algunas mujeres trabajaban allí como cocineras o limpiadoras, dejó a los pequeños con la prima Luz, logró ser admitida y, aunque escaso, consiguió un jornal que le permitía ir tirando. Los alemanes obtenían uno de los más preciados minerales del mundo, el wolframio, pero eso ella no lo sabía. No le interesaban más que los piececitos descalzos y las piernas descubiertas de sus hijos.

Vicenta era inquieta y cuando oyó que “N´a Pena do Seo aiche unas pedras c´as pagan a precio d´ouro”, abandonó pronto la instalación alemana y allí, entre todos los aventureros desharrapados y gentes desheredadas que tenían poco que perder y sí mucho que ganar, empezó a golpear la roca con su martillo. La explotación se realizaba a cielo abierto y resultaba muy fructífera, pero la competencia era grande y los peligros muchos: las piedras golpeadas o dinamitadas se desplomaban; la lucha por lograr los mejores filones, atroz; las armas, moneda corriente y la venta, difícil. Había que evitar a la Guardia Civil y aprovechar la noche para el comercio de este material que ella seguía sin saber por qué era tan codiciado. Pero, cuando lograba un kilo, conseguía 300 pesetas.

No tardó en terminarse el wolframio de la superficie y se excavaron galerías a las que Vicenta no pudo acceder. Tuvo que resignarse a lavar el mineral como hacían las “ aureiras” del Sil y la ganancia decreció. Los desmanes aumentaron y, cuando una compañía minera sustituyó la extracción libre, Vicenta entró a trabajar en ella.
Todavía recuerda bien las canciones con las que las operarias aliviaban la tarea:

A la entrada de la mina
lo primero que se ve:
carretilla, pico y pala
y un grifo para beber.
Y un poco más adelante
hay una casa ideal
donde trabajan las chicas
que lavan el mineral.”

Adela cree que quizás esta historia no le interese a ninguna de sus amigas, pero no quiere que el testimonio de Vicenta se pierda. Piensa que hay que recordar a las mujeres que son capaces de imponerse a las circunstancias con esfuerzo e iniciativa.

Seguramente escriba algún relato para el concurso de narración del Instituto…

Mari Aribayos