Realmente, las diabluras del famélico can no merecían...

Y ahora vamos a disfrutar, o a padecer, del cuento iniciado, eso depende, ya veremos como se desarrolla.......

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Al pobre Jorge -que así se llamaba el perro, lo mismo que el jefe de la reserva de máquinas que recientemente había dejado allí memoria, por ser un perro para sus inferiores, y nada más justo que poner su nombre a un perro - no podía
alcanzarse el motivo de tal novedad. Era el primer tren botijo de la temporada, que iba en busca del mar para tanta gente como huía del verano en Madrid, deteniéndose, casi al amanecer, en aquel minúsculo pueblo, perdido entre montañas, cuyo vecindario estaba compuesto casi totalmente por los empleados de la línea, pero donde la parada era algo más importante que en otras estaciones, por la toma de agua y la maniobra para suprimir la doble tracción.

Mal había amanecido el día para Jorge, el perro de Carrasquín; un perro de raza indefinible, larguirucho y escurrido, de manchas acaneladas sobre un pelo blanco sucio; famélico can que se había venido via adelante, sin saberse de donde, y se llegara al mostrador del ferroviario metido a tabernero, buscando acomodo entre las caricias de los chiquitines; un gandul, después, que no quiso participar de las hambres de aquella casa y tenía desesperado a su amo con la peregrina idea que se le había ocurrido, y tan diestramente llevaba a efecto, para buscarse el condumio.

Calentura le había entrado oyendo la algarbía que a tan desusadas horas hubo de traer a las montañas en silencio aquella expedición ruidosa y alegre. ¡Flojo debía ser el botín perdido! Y el triste perro, siempre hambriento y flaco, no veía el momento de que se abriera el tabernucho, para para precipitarse al andén en busca del algún residuo substancioso de las provisiones que indudablemente debían llevar consigo aquellas buenas almas que, sin embargo, tenían la humorada de pasar por allí a deshora.

Comenzaba la buena época, el verano. ¡Oh, y que gordo y rozagante se ponía entonces! ¡En invierno, ni asomaba un viajero la cabeza, ni abrían las ventanillas, ni menos arrojaban el más pequeño desperdicio fuera del tren, Aquello era morirse de necesidad. En cambio, con el buen tiempo, todo eso venía de contado.

Yoli: cuando encuentres lo que buscas ya nos dirás, mientras tanto y como ya he cenado me voy a poner un ratín con el cuento.

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JORGE

Subía Jorge a los coches, sólo a los de tercera -sabía él muy bien dónde había de encontrar lo que era objeto de sus constantes preocupaciones-; andaba husmeando por los estribos; miraba con faz hipócrita a los viajeros, para que le echaran alguna cosa que mereceiese la pena de rendirle homenaje, y, si nada le daban, lo tomaba él muy gentilmente así que se presentaba bien una ocasión y se cerraba mal una portezuela. Entonces entraba en los departamentos abiertos, para sustraer la merienda a cualquier viajero que bajase a la cantina, aunque tuviese que esperar a que abrieran de nuevo, al salir, y se viera obligado a arrojarse, con el tren en marcha, a la vía.

Pero aún es eta época, no todo eran satisfacciones, Aparte los puntapiés que recibía de los viajeros ayudándole a engullir lo que les rodeaba, había algo más que intrigaba también el programa de verano: las palizas que Carrasquín metía al perro cada vez que el jefe de la estación, irritado con las hazañas de Jorge, reprendía a su mano agriamente, advirténdole una vez más que no quería ver el avispado can por el andén.

Aquello era terrible. ¡Un sujeto como Carrasquín, tan respetuoso con el derecho de propiedad; un hombre a quien todos los demás empleados, con una confianza absoluta en su honradez, dejaban unos para otros, al pasar de los trenes, mil encargos de valor, incluso respetables cantidades de dinero, tener que sufrir tales bochornos por las andanzas de aquel granuja!

¡Y como engañaba el mote del desgraciado mozo, que tenía que repartir su sueldo de nueve reales con una mujer y seis hijos! ¡Carrasquín!... Hombre más desgarbado y grandullón no era posible. Para hablar, todo lo hacía menos hablar, sustituyendo el uso de la palabra con ademanes peculiares suyos, moviendo los brazos como dos aspas rotas y caídas. Era de verle explicar el desempeño de una misión secreta, que constituía veradadera pasión en él. Toda la gamma de las actitudes trágicas y misteriosas, de la suspicacia y el recelo, como quien teme que sus propios ademanes le delaten, salía a cuenta en tales casos.

Pero la exaltación de aquella mímica llegaba al más alto grado en sus reyertas con la cantinera de la estación, mujerota rolliza y dominante, a quien tenía indignada las empresas taberniles de Carrasquín, que se había propasado a hacerle la competencia, a dos pasos de su cantina, para ayudarse a la mantención de tanto hijo.

¡Que de expresar la indignación de carrasquín, en tan dramáticos momentos, sus ojos pequeños y fosfóricos, su frente deprimida y huesuda, su cetrino rostro, en que el arranque de la nariz, nada fina, aunque delgada y muy saliente y amoratada en la punta, parecía perderse, a través del etmoides hundido, en busca del cogote, mientras que las aspas desmayadas de sus remos superiores se movían sin compas y tendíanse después cruzando el pecho alternativamente, para señalar luego con el índice un punto imaginario y terminar el mozo golpeándose la espalda por sobre el hombro, con gesto despectivo y mudo, de honrada cólera!

Bueno: y como tengo un poco de tiempo continúo con el cuento, que conste Anamaría que no tengo idea como acaba, la incógnita es para tod@s. Esperemos que éste acabe bien....... Sigue:

JORGE

Menos mal que en aquellos altercados no debían tener la menor parte las proezas de Jorge, por cuanto ni una patada para él solía resultar de tales escenas, que él contempla mirando fijamente a su amiga, a la pobre Carmela, la criadita de la cantina, que escuchaba la disputa temblando, pues siempre era ella la que salía pagando aquellos disgustos.

¡Pobre niña! Antes de amanecer echaba a andar desde su pueblo, a dos kilómetros de la estación, para abrir la cantina, donde había de estarse hasta las diez de la noche aquella figurilla rubia enteca y doblada, de ojos tiernos y eternamente llorones, que era el único ser en quien el perro encontraba ternura, pues Cramela le daba siempre cuando estaba sola, las sobras de los guisos y fiambres que iban echándose a perder, y cuando Jorge se dolía de alguna paliza propinada por Carrasquín, ella era quien, siempre a solas, le acariciaba luego tristemente.
Bien pagaba el chucho aquellas finezas de su amiguita. Cuando los mineros, ayunos de placeres venían a afeitarse desde el apeadero inmediato, al tomar unas copas intentaban meterse con la pobre chica, fea y desmedrada, con los ojos siempre lloriqueando, allí estaba Jorge para defenderla gruñendo valerosamente. ¡Y cómo le echó de menos Carmela, al regresar de noche a su casa, cuando Carrasquín se lo regaló a un amigo que vivía en lo más alto del puerto!

Realmente, las diabluras del famélico can no merecían otra cosa. Carrasquín estaba aterrado. El jefe le amenazaba con el traslado a otra estación si no llevaba de allí a aquel demonio. ¡El traslado!.... ¡Dejar de vender vino! ¿Que iban a comer?. Y lo mandó fuera. Pero Jorge se escapó. ¡En seguida renunciaba él a aquella vida!. Le ató Carrasquín negándose a aceptar la oferta, que le hacía un compañero de darle muerte. Le ammarró bien; pero lanzaba el perro unos aullídos que partían el corazón, sobre todo al oír los silbatos de los trenes. Hubo que soltarle, y volvió a las andadas.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Volvieron también las represiones a Carrasquín, los castigos al gozque, que recibía sin chistar los golpes de los viajeros, pero que aullaba como un condenado, escandalizando atrozmente, si le pegaba la gente de casa, los de la estación. Aquello no podía continuar, aunque Jorge se echase otras cuentas, pues acaso debía comprender él que, de otro modo, hubiera resultado una carga más para aquella casa donde había tantos seres casi sin pan. ¡Cuantas veces parecía querer decir, con la mirada humilde, al amo entristecido, contemplando su hogar: <<No te apures por mí>>. Pero de poco valía que Jorge se buscara el sustento, que no disputase el pan de las criaturas de casa, tan encariñadas con él, si los disgustos eran casi diarios, y el peligro del traslado inminente. ... (ver texto completo)