Tengo escrita "una especie de novela" sobre Madrid....

Tengo escrita "una especie de novela" sobre Madrid. La presenté en un concurso, pero lo que fui a recoger fueron los tres ejemplares que presenté, en vez de uno de los premios. Pensaba ponerla aquí "por entregas", pero me gustaría que me dijeseis si lo creéis oportuno, sino, no sigo, y aquí paz y después gloria.

DESCUBRIENDO MADRID

Habíamos llegado.

Después de un viaje de 15 minutos desde Pozuelo de Alarcón, que era donde vivíamos, y tras cruzar el Río Manzanares, estábamos por fin en la Estación del Norte, en Príncipe Pío. El viaje se me hizo largo por la distancia recorrida y corto porque me hubiera gustado disfrutar más de él, pues aunque siendo más pequeño ya había estado con mi madre en Madrid en varias ocasiones, no había sabido apreciar, debido a mi corta edad, todo lo que comenzaba a apreciar ahora.
Como tampoco apreciaba ahora todo lo que fui absorbiendo en mi mente en viajes sucesivos que hice a Madrid, tanto con mi madre como con la abuela Juana, pues en estos primeros viajes íbamos a visitar a una hermana suya; la tía Anselma.

Esta mujer había perdido la memoria en una ocasión que estuvo pasando unos días en Toro, provincia de Zamora, con unos familiares. La verdad es que la memoria se le iba y le venía, no la había perdido totalmente. De hecho, cuando estaba hablando cosas incoherentes, con las que mis hermanos y yo nos reíamos mucho, de improviso te llamaba por tu nombre y hablaba de Pozuelo, de otros familiares de Madrid, de su hijo y eso que hacía un momento había dicho que era soltera y no tenía ninguno. Recordaba los días en Toro y decía: “ ¡Ese maldito pueblo! ¿Para qué iría si allí no se me había perdido nada? -Pero lo perdió y no lo recuperará nunca. Nos decía con queda voz la prima Manuela.

Nos decía esto y las risas se tornaban en aflicción. ¡Qué lástima daba como lo decía! Pobre mujer. Después de aquellos días no pasó mucho tiempo hasta que dejó de sufrir. Pero eso pasó bastante tiempo después del viaje que nos ocupa en este momento, pues entonces yo rondaba ya los siete años; seis meses arriba, doce meses abajo, total, no tiene importancia.

El viaje hasta Madrid, para mí fue una gran aventura. No me perdí detalle de un paisaje que más adelante me sería muy familiar. Tan familiar que incluso sabía qué árbol, columna o señal serían los siguientes, tras pasar la columna, la señal, o un árbol en cuestión. El paisaje que se podía admirar desde la ventanilla del tren, durante el trayecto desde Pozuelo, no es que tuviera nada sorprendente para mí, puesto que de campos, casas y pinares, no voy a decir que estuviese harto de ver, pero viviendo rodeado de ellos, no era como para impresionarse por verlos. Lo impresionante y admirable para mí, era verlos desde el tren a través de la ventanilla y en movimiento, puesto que para mí y desde esa posición, los que se movían eran ellos, no yo. Hasta que no realicé unos cuantos viajes más no perdí esa sensación. Paulatinamente iba siendo consciente de que el que se movía era yo; bueno, no yo sino el tren, que es el que me movía a mí.

Recuerdo que lo que me hizo sentir una emoción inmensa, mayor aún si cabe que la que venía sintiendo, y no es exagerar, fue cuando al salir el tren de entre la vegetación de la Casa de Campo, pasábamos por un puente, y por debajo de él pasaba un río, y una carretera, y a nuestra izquierda..., allí quedaba una gasolinera. Desde el tren, debido a la distancia y a la altura en que me encontraba con respecto a ella, me parecía de juguete, con los surtidores, los coches y las personas en miniatura. Lo que más me llamó la atención de ella, fue el rótulo de colores con el coche tan chulo que tenía, formado por tubos de neón.

Nada más pasar el puente, la vía formaba una curva a la derecha y comenzaba la tapia de ladrillo rojo característica de las estaciones de RENFE. Al momento, según se salía de la curva, podíamos leer el gran letrero formado por azulejos amarillos y azules, que adosado a la tapia nos anunciaba con sus letras mayúsculas de molde que habíamos llegado a Madrid. Tras pasar un pequeño tramo estrecho entre vegetación a nuestra izquierda y la tapia a la derecha, esta parecía que se abría de golpe debido a la velocidad que llevábamos. La parte izquierda desaparecía de improviso y el margen de este lado quedaba más lejos, delimitado por un alto muro de piedras. Por la parte de arriba quedaba el Parque del Oeste primero y más adelante el Paseo del Rey, pues el muro continuaba hasta el fondo de la estación.

Aquellos detalles no los conocía en ese momento, fue mi madre quien me los fue dando a conocer a medida que los viajes se fueron repitiendo, pues en cada uno de ellos me iba explicando los pormenores de los sitios por donde pasábamos, me daba a conocer el nombre de las calles y el de los edificios que conocía, y me explicaba cosas y anécdotas que les atañía, así como de los personajes que los habitaban, o los habían ocupado antaño, como también me fue enseñando a “andar” por Madrid, pues: “alguna vez tendrás que venir solo y no es fácil moverse por Madrid si no lo conoces y no sabes ciertas cosas que hay que saber”, me decía en un tono que yo no comprendía entonces. Hoy, deduzco que era sentimiento protector, instinto maternal.

Sobre aquél alto muro, ya que me sorprendió su altura, aunque al pasar de los años se me figuraba que iba menguando, pregunté a mi madre que hasta dónde llegaba, ya que no veía que tuviese fin. Me lo dijo entonces y tantas veces como se lo pregunté, según subíamos la Cuesta de San Vicente hacia la Plaza de España, pues era yo por aquél entonces muy preguntón.

Justo al quedar atrás la parte del Parque del Oeste, como así me informó mi progenitora que se llamaba aquella parte de vegetación, tras inquirirla yo al respecto, la mayoría de los pasajeros recogían sus pertenencias dejadas en las repisas de equipajes y se levantaban rápidamente. Momento este que yo aprovechaba para tomar posesión de un asiento junto a una ventanilla -si no lo había podido hacer al subir al tren en Pozuelo-, en tanto que ellos se iban amontonando junto a las puertas. Esto, al parecer lo hacían por ver quien bajaba el primero, para después salir corriendo por el andén como si de una competición se tratase.

Picado por mi perenne curiosidad, pregunté a mi madre el por qué de aquella forma de levantarse de algunos, e incluso empujarse, por llegar a las puertas antes que otros, si el tren seguía en marcha y aun no lenta precisamente. Me dijo: -Entramos en agujas y la gente se va preparando para bajar del tren. - ¿En agujas? –contesté y apostrofé- ¡Cómo vamos a entrar en las agujas, si no se puede!

A ver; ¿Qué quieren que conteste un niño que las únicas agujas que conoce son las de coser, las de ganchillo y las de hacer punto? Aclarándome la duda, me dijo que era un dispositivo que se llamaba así, que no tenía nada que ver con las agujas que yo conocía y que servía para que los trenes pudieran cambiar de vía. Como no me quedaba muy claro aquello de cambiar de vía, debido a mi pesadez porque se me aclarase una cuestión dudosa o incomprensible para mí, se vio obligada a explicarme cómo cambiaban de vía los trenes por medio de las agujas.

Presumiendo que el lector tiene claro como se realiza dicha maniobra, y asumiendo que no está en posesión de una tozudez como la mía, no voy a entrar en explicaciones pesadas y tediosas, y seguimos. Lo que no es óbice para que si alguien quiere que se lo explique, se ponga en contacto con…, etc., etc., etc.
Acomodado ante mi preciada conquista, veía como las vías salían por debajo del tren cada cierto trecho y como el número de ellas iba en aumento. De dos vías que había en un principio, pasaron a ser tantas en tan corto espacio de tiempo por este lado, que curioso volví la cabeza hacia la ventanilla del lado contrario y pude ver con asombro que aún había más que por este otro.

AdriPzuelo (A. M. A.)