La ascética y la mística...

La ascética y la mística

Capacidad: Adquiere conocimientos acerca de la literatura ascética y mística.
La ascética: el término ascética procede del griego “asketicós” y significa “ejercicio”. Se refiere al esfuerzo que realiza el creyente para purificarse y estar más próximo a la divinidad. El proceso posterior de la ascética es la mística.

Desde un punto de vista literario, la ascética es un género que agrupa las obras escritas por autores religiosos que cuentan sus experiencias expiatorias.

La mística: la palabra mística deriva del adjetivo latino “mysticus”, que a su vez procede del griego “mystikós” y significa “relativo a los misterios religiosos”. La mística se refiere a una práctica interior del aspecto religioso que supera y escapa a la posibilidad de una explicación racional, doctrinal o dogmática; es una experiencia extrema.

En la literatura, la mística es un movimiento que parte de la experiencia del alma, despojada del apego terrenal, que busca la presencia divina.

DISTINCIÓN ENTRE ASCÉTICA Y MÍSTICA

La ascética es el proceso purificador del alma, en el que predomina la voluntad del creyente por acercarse a la perfección y la iluminación.

La mística es la unión con la divinidad. Una vez alcanzado el estado de pureza, el paso siguiente es el abandono absoluto de lo terrenal en espera de la unión con Dios.

ORIGEN DE LA LITERATURA ASCÉTICA Y MÍSTICA

El origen de la literatura ascética se encuentra en el Islam. Entró en Europa, y escritores cristianos, como Ramón Llull, lo incorporaron. Su apogeo se remonta en los tiempos de la Reforma y del Concilio de Trento.

La obra ascética cumbre dentro de la Iglesia Católica es “Ejercicios espirituales”, de Ignacio de Loyola, que sugiere una serie de prácticas que el cristiano debe efectuar para purificar su alma. Otros escritores ascetas del siglo XVI fueron: Fray Luis de León, Fray Luis de Granada, Fray Juan de los Ángeles o Malón de Chaide.

La literatura mística surgió en España. Se desarrolló tanto en prosa como en verso. Estuvo representada por San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús.

San Juan de la Cruz (1542-1591): es el mayor representante de la mística española, de expresión literaria intensa. Se dedicó plenamente a la búsqueda de lo relevante; él mismo decía: “Mi alma está desasida/ de toda cosa criada”. Centró sus obras en la reconciliación de los seres humanos con Dios a través de una serie de pasos místicos que se inician con la renuncia a las distracciones del mundo. Poseedor de una envidiable riqueza y variedad de léxico, sorprendente dentro de creaciones breves. Explotó al máximo las posibilidades de fervor religioso y estético que inspira el misticismo español, al que lleva a cumbres inalcanzables.

Autor de varios poemas, entre ellos: “Cántico espiritual”, “Recreación del Cantar de los cantares de Salomón”, y “Llama de amor viva”. Fue influenciado por las interpretaciones bíblicas cristianas y judías, por la literatura mística del catalán Ramón Llull, del alemán Eckhart, de San Bernardo y San Buenaventura y, especialmente, por la poesía mística musulmana.

San Juan de la Cruz empleó símbolos como el vino o la embriaguez mística, la noche oscura del alma, el pájaro solitario, el alma como jardín místico. En cuanto al lenguaje, la literatura mística es “poética del delirio”. San Juan de la Cruz recuperaba las imágenes desconcertantes, los cambios abruptos y la incongruencia de los tiempos verbales.

En la obra “Las virtudes del pájaro solitario”, Juan Goytisolo rescata novelísticamente la poesía de San Juan, como en la imagen del vino mezclado con la saliva del Amado: “Bébelo puro o mézclalo con la saliva del Amado, cualquier otra mixtura sería sacrilegio”.

Santa Teresa de Jesús (1515-1582): Consagrada monja carmelita. Autora de “El libro de mi vida”, obra que escribió por imposición de su confesor. No es un diario personal ni una autobiografía voluntaria; se trata de un texto que sería leído por alguien; que lo va a analizar buscando la causa y razón de los arrebatos místicos que Santa Teresa decía experimentar.

A diferencia de San Juan de la Cruz, adoptó un estilo sencillo y una forma de expresión más directa para referirse a sus incomprensiones de la experiencia de Dios. Su principal influencia fue el padre Jerónimo Gracián, quien la animaba para que escribiera “Las Moradas”. Tanto la estimulaba que justificaba el uso impreciso de las palabras de la Santa relacionadas con la experiencia mística: “Una éxtasis, en cuanto en ella se junta nuestra voluntad con la de Dios, se llama unión; en cuanto eleva las potencias y las levanta, se llama vuelo del alma; en cuanto es altísimo conocimiento de Dios, se llama mística teológica, etc. Todos estos nombres son verdaderos y declaran algo de este espíritu”.