Iglesia de los Capuchinos, Córdoba, Argentina, Literatura

Iglesia de los Capuchinos, Córdoba, Argentina.

HISTORIAS CRUZADAS: Un porrón de años

Nada menos que..., dejémoslo en taitantos, años que han pasado. Nada menos y nada más, desde aquello.

Soñaba con eso de día. De noche, al menos dormía. No a pierna suelta, pues nunca lo había hecho y ahora menos lo iba a hacer, ya que contra más mayor, más necesitas tener, tanto tus piernas, como la cabeza en su sitio. De lo contrario, te volverías loco e irías dando tumbos por ahí; por la vida.

Una vida que no había sido de color rosa, -o un camino de rosas, como popularmente se dice- pero que negra tampoco lo había sido, pues de eso se encargó, y bien, a conciencia, ya desde su adolescencia.

Pero dormía bien. No sé si debido al cansancio, o por tener la conciencia tranquila, pero dormía y durmió bien en lo sucesivo.

Desde su adolescencia se preocupó, y procuró, que fuese lo mejor posible cada noche y por extensión, cada día en el trabajo. En su trabajo, fuese el que fuese o de lo que fuese, pues sabía que todas aquellas personas que le mandaban hacer, que le ordenaban cómo hacer: gente que le decía que velaba por él, que esto o aquello "lo hacemos por ti, por tu bien, para que te hagas un hombre de bien en la vida", cuando veían que le sentaban mal todos y cada uno de los atropellos de que era víctima; todos y cada uno de los abusos que sufría en su persona, y diminuta por más señas, sabía, como pronto comprobó, que se lo decían por el bien de ellos mismos, más que por verle “hecho un hombre de bien” a él.

No es que fuese un enano, en el sentido literal o estricto de la palabra o definición, pero no tenía la estatura acorde con la edad en curso en aquellos momentos; en aquellos años.

Puede que fuese debido a lo que cargaba sobre su espalda. Puede que sí, puede que no, hay tantas cosas que pueden influir en el crecimiento de un chaval: alguna enfermedad, que las hubo después: algo, o un mucho de onanismo, que lo hubo entonces también, dado por tantas tentaciones, y algunas “señoras” que le asaltaban, o querían asaltarle, ya que él nunca cedió, ni a insinuaciones, ni a peticiones por las claras. Pero de alguna forma tenía que descargar la tensión y lo hacía de la forma que le pedía el cuerpo, ya que las “lobas” aquellas lo amedrentaban.

Aunque por esto de su amiga “ale-manita” no creía él que fuese su falta de crecimiento, ya que tenía un amigo, Agustín, “el paja”, que no sabría decir si se le puso el mote por lo espigado que era o por darle al pecado, como le decían los curas que era aquello, además de advertirle que no crecería y que se quedaría ciego.

Qué cosas. Cuando comenzó a trabajar en la capital, en Madrid, como aprendiz de dependiente, veía a una persona ciega –como a los vendedores del cupón de la ONCE, por ejemplo- y pensaba… ¡Qué más da lo que pensase, eso es irrelevante!

Algún vecino, cuando le veía con los sacos que llevaba cargados, atravesados sobre los hombros y con la cabeza “gacha”, obligado a mirar al suelo debido al bulto y al peso de los costales, le decía: -“Pero cómo cargas así, muchacho, que no vas a crecer”. Qué razón tenían, pues en unos pocos años –al menos fueron eso, pocos- no crecía apenas.

Dos costales, o sacos grandes de tela que tenía que llevar, llenos de hogazas de pan y barras gallegas, por más señas, todas las mañanas al convento de las monjas franciscanas que estaba junto a su casa. ¿Dónde había oído él, aquello que decía: “te ganarás el pan con el sudor de tu frente”? ¡Joder con la frasecita! Y, ¿cómo podía cargar yo así, desde los siete a los once años? Se preguntaba ya de mayor en más de una ocasión; tantas como cada vez que lo recordaba.

Claro que, no se los cargaba él solo, no podía, se los cargaba Goyo, el hijo del panadero. Él se quedaba de pie, quieto, sin moverse, en lo que el otro le colocaba los dos sacos sobre la cerviz y los sujetaba hasta que él daba los dos o tres primeros pasos –torpes e indecisos- y encauzaba la marcha.

Después de eso, a los once años y habiendo cumplido con el colegio, pues no volvió más por él, y con las monjas como monaguillo, comenzó a repartir el pan de la panadería del señor Paco. Esto lo venía haciendo hasta ese momento Goyo con su coche, un Dodge pickup. Anteriormente a sacarse el carnet de conducir, realizaba el reparto con el mismo remolquillo que usaría él ahora.

Desde entonces repartiría el pan a cuatro conventos más que había en el barrio de la estación del pueblo, además del de las franciscanas, que lo llevaba al irse a su casa, ya que vivía junto al convento.

Aquello duró poco, unos dos años, pues a los trece, faltando dos meses para cumplir los catorce, comenzó a trabajar como “aprendiz de dependiente”. Otra ironía más, ya que como no lo aprendiese por su cuenta, allí nadie le enseñaba nada relativo al oficio; trabajaba de repartidor, con una bicicleta, y de cargador. ¡O descargador! Porque tenía que descargar las mercancías de los camiones, cargándose sobre la espalda los sacos de víveres, de 60, 70 y 80 kg, que eran los pesos de los de las patatas, el arroz y el azúcar respectivamente, bajándolos a la cueva de la tienda por una grasienta y peligrosa escalera.

Como aprendiz que era, aunque directamente no le enseñasen nada, aprendía rápido, sobre todo a hacer más llevadero y menos penoso el trabajo

No creció hasta que no dejó de cargar así; “a lo burro”. Hasta que se las ingenió recordando una fábula que les contaba el maestro de medianos, en el colegio nacional. Los nacionales como les decían entonces, donde no logró terminar los estudios de primaria al haberlos “cambiado” por el trabajo a lo burro y a lo bruto. ¡Y a lo bestia, diría yo y aquél vecino también! Se decía cada vez que lo recordaba y comentaba con alguien.

Aquél vecino era el señor Dionisio, que aparte de lo del crecer le decía: -Chico, si es que cargas como una bestia. "-Recordándome mi estatura todos los días, como si yo no me viese en el espejo." Gruñía él cada vez que escuchaba lo mismo

La moraleja de aquella fábula la llevó a la práctica de ahí en adelante. Cada vez que sabía cuándo iba a llegar el camión del almacén de coloniales, se las ingeniaba para escaquearse y no ayudar a descargarlo.
Hacía el reparto con una pesada bicicleta, llevando la carga dentro de una cesta o cajón de madera, sujeta al trasportín metálico sobre la rueda trasera. Cuando tenía que repartir por cierta zona donde sus jefes tenían varios clientes cercanos unos de otros, enganchaba un remolque de mano al trasportín y salía a repartir cargado cual tráiler de TIR, cargada la cesta y el remolque a rebosar.
Llaneaba y subía cuestas a golpe de pedal, sentado sobre el sillín o de pie sobre los pedales. Pronto “echó músculo” tanto en piernas como en brazos y al poco apreció que subía de estatura, pues si se descuidaba daba con la frente al bajar a la cueva, donde antes pasara con holgura.
El remolque al menos le ahorraba muchos viajes. Claro que las ruedas se pinchaban con una facilidad pasmosa. Y así se quedaba él, pasmado mirando la rueda de turno pinchada, con los brazos en jarras, la boca abierta y con una rabieta encima, que ni la del perro de los Baskerville.

Pero por sus mientes no pasaba la idea de destrozar a mordiscos las gomas, no. La hubiera emprendido a dentelladas con, con…, bueno, con quien velaba por su buena hombría futura, que era quien le mandaba a deambular por esos caminos sin luz, llenos de gachas de barro por el efecto de las lluvias, o escabrosos de rodadas profundas y picudas de lodo seco, efecto de la justicia solar tras el cese de los chaparrones.

Porque además, para más inri, siempre le dejaba tirado en el páramo y a ser posible, -lo cual para el carrito lo era- se quedaba clavado en el barro, tanto de noche, cuando tenía que ir a la granja del monte, como de día cuando repartía, o sobre los surcos encrespados que dejaban marcados en el camino las ruedas de los diferentes tipos de vehículos. - ¡Perra suerte la mía! Se decía en tales circunstancias.

Sacaba de allí el remolque tras arduo trabajo. Empuja, tira; empuja, tira; y así, a tirones cada vez más largos y fuertes, salía del atolladero y emprendía el camino con la rueda pinchada. Llegaba malhumorado y sudoroso a la tienda, ya fuese verano o invierno. También le tocaba sudar lo suyo para poder desmontar, montar e inflar las acartonadas ruedas con la bomba de inflar las de la bicicleta. El arreglar el, o los pinchazos, ya era pan comido para él, pues adquirió maestría teniendo que arreglar casi a diario uno o dos pinchazos.
Igual maestría hubo de adquirir, para manejar aquellas cubiertas cuarteadas sin que se rompieran, pues ya se lo habían advertido las jefas y el encargado; que se las tenía que apañar, o arreglar, como fuese, pero que no pensara que le iban a comprar ruedas nuevas. Tal era su mala leche.

¡Hozú, qué trabajo nos manda…, un señor! Y hablando de trabajo, y de que nos lo mande o no, un señor, me viene a la memoria una canción que cantaba mi madre, en lo que hacía la cama, vara de fresno en mano, la cual usaba para extender y colocar el embozo de las sábanas, las mantas y la colcha.

“AY, ayayay, que trabajo nos manda el Señor,
agacharse y volverse a agachar,
no arrebañes los campos de mies
que detrás de las hoces voy yo.

La segadora con su esportilla,
va recogiendo por los rastrojos,
nana, nanara, lara, larala, laralara….”

AdriPozuelo (A. M. A.)
Córdoba, Argentina
10 de junio de 2009