Buenos días Adri: ...

El puente "nuevo de piedra"
(en aquella época), cerca del
colegio en el barrio de La Estación.

ME ACUERDO DE...:
(Continuación)

Lo de la maquinilla de afilar tiene su miga, aunque lo demás también, y hasta corteza. La habíamos comprado entre todos, según él decía y gustaba jactarse de ello ante sus "colegas".

Claro que yo aporté algo menos que otros para la compra, pero más que él sí, pues en una sola aportación ya aporté ocho pesetas y pico.

El pico no recuerdo a cuánto ascendía, pero lo que no se me olvidará es que se quedó con el importe íntegro alevosamente, pues fue una cantidad que me encontré entre la arena, muy cerca del “cole”, entre este y el puente "nuevo" de piedra, cuando íbamos a comer a casa. Yo sabía, o estaba casi seguro, de quién era el dinero y se lo dije, pues la chica iba un poco más adelante que nosotros, ya para entrar bajo el puente, cuando el maestro llegó donde yo estaba.

Me dijo que me callase, pues lo mismo no era de ella y podía decir que sí, por el hecho de quedárselo, que fue lo que hizo él, diciendo que solo lo guardaba y si alguien lo reclamaba se le daba y en paz, sino, me lo daría a mí, que para eso era yo el que lo había encontrado.

No soltó prenda el tío, ni aun diciéndole que sabía a ciencia cierta que era de aquella chica, ya que era amiga de una prima mía y le había contado que “yendo a comprar el otro día, perdí el dinero cerca del colegio”. A mí tampoco me dio “los cuartos”, aunque se los reclamé en varias ocasiones, diciéndome en la última que sería para la ayuda de la compra de la máquina sacapuntas.

Por tan cuantioso aporte, me concedía una serie indefinida de usos de la máquina y una serie de tragos del botijo. De lo que luego fue que donde dijo digo, luego fue diego. Si quería afilar el lápiz o el pizarrín, 20 céntimos por cada uno, al igual que si quería empinar el botijo. Por lo demás nada, pues no hacía uso de ello, ya que yo “iba de casa comido, meao y cagao”, que era como él decía que había que ir al colegio, además de “bebido”, pero no borracho.

Comprar la maquinita, la compró él solito, pero la pagamos entre todos los chicos –él no puso ni cinco céntimos- y por tanto podríamos sacar punta a los lapiceros, “todos” y gratis, según nos había vaticinado.

La maquinilla se había comprado con el dinero que nos sacaba a los alumnos, cobrándonos canon por ir al servicio, al precisar hacer nuestras necesidades fisiológicas más elementales, como por beber agua del botijo que había en clase.

De estas actividades “lúdicas” era de donde procedían sus ingresos en mayor parte, ya que también nos vendía lapiceros, cuadernos, pizarras, pizarrines para escribir en ellas, plumines, plumillas, papel secante y tinteros, gomas y sacapuntas y hasta las bolitas de anís –“gordas” y “pequeñas”- que compraba con la recaudación, “para regalároslas o dároslas como premio”, según sus mismas palabras. Según fuese la acción a premiar, podría ser de las gordas o de las pequeñas, pero nunca fue así.

Todo esto lo guardaba, bajo llave, en un armario de madera que había en un lateral de la clase junto a la pared, el cual abría para mostrárselo a los inspectores, muy orgulloso él, pues “todo esto es para auxilio de los alumnos, cuando se encuentran, incompresiblemente, sin alguno de estos objetos”. Decía y se quedaba tan ancho. Aclaraba que a precio de tienda: "al precio que los compro, al mismo que se los vendo", siendo la “caja registradora” una cajita cuadrada de madera que en un rincón del mueble y sobre una alacena reposaba. ¡Iba sobrado de cinismo el dómine! ¡Menuda desfachatez la suya!

A los que no teníamos dinero, que éramos la mayoría, nos decía que si no queríamos pagar por ir a hacer nuestras necesidades básicas, la solución era sencilla “pues al colegio se viene comido, bebido, meao y cagao”. Así que como la mayoría no seguía la máxima, de la que se hacía eco mi madre y por esta razón no nos daba un céntimo, pagaban y hasta se disputaban “el botijo” en las subastas, quizás como ostentación de “los dineros” de que disponían ciertos chavales, ya que siempre la puja estaba a cargo de tres, cuatro a lo sumo, que eran los que “manejaban”.

En pocas ocasiones se lo disputaban entre cinco, aunque en un principio comenzaba pujando casi toda la clase. Claro que esto lo hacíamos “de coña” pues como yo, había otros cuantos que teníamos telarañas en los bolsillos.

Las tarifas que estableció para usar la maquinilla, cuando ésta entró en pleno funcionamiento, eran las siguientes: además de los 20 céntimos para sacar punta a los lápices y pizarrines, finos, creó la "tarifa gruesa", pues la máquina tenía varias entradas, a propósito para los distintos calibres de lapiceros, pizarrines y difuminadores, ya que entre el material "obligatorio" que debíamos usar, estaban estos -aunque entraron en uso algo más tarde- y unas pinturas gruesas, de calibre octogonal y de dos colores, en una mitad azul y en la otra rojo. Por estos, al igual que por cualquier tipo de tiza, ya que la máquina "podía con ellas", 30 céntimos.

Las tarifas para necesidades fisiológicas y demás golosinas eran: bolita de anís pequeña, 10 céntimos; bolita de anís gorda, 20 céntimos y el mismo precio por beber agua del botijo; subasta por ir a llenarlo a la fuente, hasta que se dejaba de pujar y él contaba hasta 3; por no pagar por todo aquello, no tiene precio.

A veces, en las subastas se pasaba de las 10 pesetas el monto, siendo casi siempre el mismo el que se llevaba el gato al agua; en este caso “el botijo”.

Este se llamaba Isidro y respondía al mote de “el botijo”, que no sé yo si era por esta afición suya de llevar el recipiente a la fuente y traerlo lleno de agua, o por el tipo de su figura con apariencia del producto alfarero. Para el caso nos es indiferente que fuera una u otra la causa, pero hay que reconocerle “el mérito” al que tal alias le dio, pues anda que no tuvo que devanarse los sesos por dar con tan acertado mote.

Toda aquella recaudación se iba echando en una caja de madera que ponía sobre su mesa cada mañana, tras sacarla del armario donde dormía bajo llave todas las noches. También allí se escondía cuando venía la inspectora –no conocí a un inspector- y su variopinto séquito.

Pobre del que dijese algo de todo aquello durante la inspección, pues ya nos advertía antes y nos “leía la cartilla” al respecto. Así que, “chitón y a achantar la muy” se ha dicho.

Como la clase de mayores era la primera del pasillo, siguiente puerta del local de la OJE que estaba junto a la entrada, siempre inspeccionaban allí primero y nunca le pillaban en un renuncio, ya que el capullo del profe de mayores mandaba a alguno de los alumnos, con cualquier pretexto, para avisarle y así que no le pillasen con la recaudación sobre la mesa. ¿Irían a pachas a la hora de repartirla?

Aunque las maestras y maestros ya estaban prevenidos de la llegada, con fecha y hora desde días antes. En una sola ocasión, de la que no recuerdo si fue por visita de la inspectora, o la visitante que era una personalidad importante, la recibimos en el pasillo y bien formados en tres filas, dejando solamente la mitad del pasillo como calle.

La señora, y su séquito, se paseó delante de nosotros, mirándonos con mirada dulce, como si todos fuésemos sus amantísimos hijos y regalándonos una sonrisa, que no puedo decir si era la mejor que tenía. Creo que tan solo tenía una, pues no la cambió ni un ápice en lo que duró la revista de la joven tropa, cual si fuera su cara de cartón, o llevase puesta una careta de aquellas que nos compraban en fechas señaladas, con goma para sujetarla por detrás de la cabeza, con la cara de algún personaje importante o famoso dibujada en ella y con dos orificios en los ojos de la caricatura y que nosotros usábamos para mirar a través de ellos, para no chocar con nada ni nadie. Aunque como la visibilidad era reducida y limitada al frente, te dabas a veces unos golpes...

Continuará

Buenos días Adri:
quizás hayas continuado con tus relatos tan diferentes de los míos en cuanto a contenido, forma y extensión.
Como le decía a Juan (libertad) en cuando a todo lo conocido en materia de educación en mis tiempos de niña, fueron muy distintos y no lo voy a seguir contando.
Creo que una misma ley da para hacer muchas enseñanzas distintas porque si no, no se comprende que en un país pudiera haber tantas diferencias. Que las había puesto que me tocó vivirlas.

Por ejemplo, en Madrid. Variadas formas educativas. La que me tocó vivir en la calle Francisco del Olmo, era desoladora, y para mas inri de pago. Y más después de venir del pueblo, donde la enseñanza era estatal y gratis, por ende- que nos tachaban de paletos, cuando sabíamos el doble que los del barrio; y en todo, hasta en educación.
A mi jamás me verían hablar, ni tirar papeles, ni hacer gamberradas pero cobraba igualmente. De haber seguido ahí todo el curso me hubiese vuelto igual que todos ellos- sobre todos ellos, que eran los que mas guerra daban.
O a lo mejor, hubiera pasado a las primeras filas pues cuando llegaba en Noviembre, me ponían al final; pero iba ascendiendo puestos gradualmente, y al terminar febrero, ya estaba en la mitad. En marzo me iba mas contenta que unas pascuas a mi colegio público de mi provincia donde por arte de magia, ya no era un borrego, sino una niña, igual que todas, y a la que le habían guardado el puesto fijo. Jamás ambicioné quedarme para alcanzar las primeras filas ni se me pasó nunca por la cabeza.

"Ahí os quedáis y que os vaya bien, que me voy a curar el catarro invernal", les decía en cuanto sabía que era tiempo ya de volver a mi tierra. La que me cuidó de niña y de adolescente. Por eso, mi tierra siempre será especial para mi, y por todo. La gente era especial y de una ley, hacía una educación humana y esperanzadora.

En cuanto llegaba a mi centro escolar, me olvidaba de la pesadilla madrileña pues de marzo a noviembre, los días eran mas luminosos, mas frescos, mas de mas, y en todos los sentidos.

No recuerdo las vestimentas de mis profesoras pero si su bondad y su dedicación a la enseñanza. Y lo que nunca se me olvidará será ese vasito de plástico que solíamos llevar al cole donde nos echaban colacao y leche en polvo. Me sabía a gloria ese colacao compartido, a pesar de tener en casa una leche mejor, de cabra o de vaca, que siempre desayuné de niña. Pero, como digo, ese vaso de leche en el recreo me pareció siempre, una golosina, por el colacao que mezclábamos con azúcar y aspirábamos el aroma antes de permitir que nos sirvieran la leche en polvo caliente que era como una especie de ritual.

Y no era hambre porque en casa nos daban bien de comer, y además yo nunca tenía hambre, pues no era nada comedora, muy distinta de mis propios hermanos. Yo era el espíritu de la golosina, mas bien. Flacucha, y a la que siempre tenían que estar engatusando para que comiera algo mas. Aunque a la hora de la verdad, fui siempre la mayor, a pesar de ser la segunda. Y una segunda madre para mis hermanos, a los que cuidaba. En el pueblo era mas dicharachera, tanto en casa como fuera, sobre todo en mi lugar de origen.

Al principio, teníamos una clase conjunta de niñas y niños en el pueblo donde vivíamos, y que era donde nos daban en los recreos el vasito del colacao. Todo era un primor y una colaboración de alumnas y profesora. Las mayores, nos solían cuidar y enseñar. Ahora que lo recuerdo es que parece una estampa o un cuento, que sucedió realmente en algún tiempo del pasado que se ha quedado grabado en forma de sensaciones y valores aprendidos.
Más tarde nos traladábamos a un centro escolar, en el vecino pueblo de Maranchón, todavía mejor, pues ya las clases eran por curso y con una plantilla de profesores estupendos. Ese es el recuerdo que me ha quedado al final. Si hacía frío, nos permitían quedarnos en la biblioteca a leer, (libros que nunca tuve en casa de lectura, refiero porque a mi ni a mis hermanos nos faltó nunca el libro de texto que se exigía en la clase), o a jugar a las damas o al ajedrez. Me iba por lo más fácil, las damas, pues el ajedrez nunca lo dominé, pues no te lo enseñaban si no lo sabías de casa. Y en mi casa nunca hubo ajedrez, y si cartas de la baraja española, nada mas.

Te estoy hablando de la década de mediados de los sesenta hacia los setenta.

A principios de los setenta conocí a Josefina en Madrid.
Su clase era peculiar en todo. No teníamos libros de texto al uso, sino los libros que siempre se quedaban en el aula, donde podíamos consultar y no había uno para cada una. Había gente que no los podía comprar de ninguna manera; y gente que al nivel de 7º curso, en el barrio de Entrevías, estaba sin escolarizar. Inaudito pero real como te lo cuento.

Desde primero hasta quinto en mi tierra siempre tuve libros de texto particulares. Libro y cuaderno de trabajo, mas los cuadernos, lápices de colores, bolígráfos y demás material que se nos exigía en las clases.
¡Qué distintas fueron las aplicaciones de la enseñanza en mis tiempos! Luego, en Madrid, como en todos los sitios, estaba la élite de la educación privada. Pero también había educación estatal dependiendo de los barrios. Se hacía de cada capa un sayo, como dice el refrán. Y cada uno y cada uno lo vivía dependiendo del lugar de procedencia y del lugar que se ocupara en el Madrid de entonces.

A partir de los setenta ya disfruté una buena enseñanza pública tanto en los dos años de la E. G. B. de 7º y 8ª, con Josefina, como en el bachiller, hasta alcanzar el grado superior y el C. O. U. Y sin cambiar de centro, del colegio público " García Morente" pasé al Instituto, también del mismo nombre.
Donde me quedó un grato recuerdo, tanto de profesores como de compañeras y compañeros.
Incluso, un día nos hicimos una foto varios compañeros y compañeras de clase, con el compromiso de encontrarnos al transcurrir de los años, y volver a recordar nuestros paseos por el parque de Entrevías, en frente del instituto, al que salíamos entre clase y clase.
La foto quedó, pero nosotros ya no nos hemos vuelto a ver nunca mas.

Un saludo Adri y feliz día
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
E. C. E. P. de Pozuelo.

Antiguo matadero municipal,
posteriormente Centro de Estudios
para Mayores.

Hola, buenas tardes Carmen.
La época en la que estoy con los relatos, es bastante anterior a la que tú me dices. Para esa, la década de los sesenta, llegando a los setenta, ya estaba harto de trabajar, y por ello, y a consecuencia de ello, es por lo que tuve que dejar los estudios, el colegio, a los diez años cerca de cumplir los once. En junio terminaron las clases para mí y en julio, de ... (ver texto completo)