Cuando veo a mi madre, con 86 años y empotrada en una...

Cuando veo a mi madre, con 86 años y empotrada en una silla de ruedas, con los huesos destrozados de tanto trabajar y asustada por todo lo que está ocurriendo en España, se me pasan cosas por la cabeza que me dan miedo. Mejor será no decirlas, que no está el horno para bollos y me pueden tildar rápidamente de radical. Con la derecha viendo proetarras por todas partes, la televisión pública animando a los parados a rezar para aliviar la angustia y la ONU aconsejándonos que comamos cigarrones para no desperdiciar la ternera -Zapatero, al menos, nos recomendó embaular conejos-, lo de que te acusen de radical es casi un elogio. En política la palabra radical se aplica a la persona partidaria de reformas extremas y arriesgadas, generalmente destinadas a profundizar en los logros democráticos. Pero también significa ir a la raíz de las cosas y es lo que voy a hacer. Mi madre nació en la dictadura de Primo de Rivera, en el seno de una humilde familia de asalariados del campo. Con 11 años ya trabajaba en las casas de los señoritos del pueblo y a esa edad perdió a su madre de un mal parto, en plena guerra civil. Vivió cosas espantosas, cómo se mataban los unos a los otros en un pueblo de entonces unos diez mil habitantes, donde antes de la guerra del 36 ya ejecutaban a los rojos y a los campesinos que se levantaban contra los terratenientes. Cuenta historias terribles, como el fusilamiento de una vecina a la que mataron al día siguiente de parir a su primer vástago. La detuvieron y como le faltaba un mes para dar a luz alguien llamó a Queipo de Llano a Sevilla para informarle de la embarazosa situación.
En un arranque de ternura y compasión el famoso general dijo que pospusieran la ejecución para después del parto, y así lo hicieron. No le dejaron tiempo ni para que le diera el pecho una sola vez a su hijo. Pero también cuenta cómo estuvieron persiguiendo por los tejados como a una rata a un terrateniente del pueblo, un buen hombre, cuatro días con sus correspondientes noches. Cuando acabó la guerra mi madre sufrió las miserias de la posguerra, el hambre, el luto perpetuo, la esclavitud. Se casó con un jornalero del pueblo que le hizo tres hijos en cinco años y murió de leucemia, con la edad de Cristo, dejándola desamparada. Como pudo, limpiando suelos y verdeando, y yendo a los comedores sociales, sacó a sus hijos adelante y cuando llegó la democracia se le apareció Felipe González, el expresidente del Gobierno. Nunca antes se le había aparecido nadie. Ni siquiera la Virgen. Le llegó la recompensa a tanto trabajo y sufrimientos: médico y medicamentos gratis, una pensión digna y, cuando la necesitó, asistencia gratuita en su casa por parte de los servicios sociales. Pero ahora ya paga una parte de sus medicinas y como ha habido recortes para la Ley de Dependencia, se teme lo peor. No entiende el brutal recorte de derechos de este Gobierno, ganados a pulso a base de trabajo y lucha. Podría vivir con alguno de sus hijos, pero es una cabezota dependiente e independiente y quiere vivir en su propia casa, regalo de sus retoños, con su patio lleno de macetas, un monitor de televisión en el que solo se puede sintonizar Canal Sur -es un fenómeno paranormal digno de ser tratado en Cuarto Milenio-, su hamaca para tomar el fresco por las noches en la puerta de la casa y su cocina sin campana ni horno. No quiere nada más. Entre suspiro y suspiro, a veces suelta un “ ¡Felipe, por qué me has abandonado?”. Pongo de ejemplo a mi madre, aunque hay millones de personas en España que están sufriendo y que no se lo merecen.
C. R.

Seguimos con la reconquista desde el SUR le pese a quien le pese.