Mensajes de Amantes del teatro y la lectura enviados por peregrina:

Fueron a la aldea. La gente veía
y lo que miraba casi no creía.
Tras el religioso iba el lobo fiero
y, bajo la testa, quieto le seguía
como un can de casa, o como un cordero.

Francisco llamó la gente a la plaza
y allí predicó.
Y dijo: - "He aquí una amable caza.
El hermano lobo se viene conmigo;
me juró no ser ya vuestro enemigo
y no repetir su ataque sangriento.
Vosotros, en cambio, daréis su alimento
a la pobre bestia de Dios." - " ¡Así sea!",
contestó la gente toda de la aldea.
Y luego, en señal
de contentamiento,
movió la testa y cola el buen animal,
y entró con Francisco de Asís al convento.

Algún tiempo estuvo el lobo tranquilo
en el santo asilo.
Sus bastas orejas los salmos oían
y los claros ojos se le humedecían.
Aprendió mil gracias y hacía mil juegos
cuando a la cocina iba con los legos.
Y cuando Francisco su oración hacía,
el lobo las pobres sandalias lamía.
Salía a la calle,
iba por el monte, descendía al valle,
entraba a las casas y le daban algo
de comer. Mirábanle como a un manso galgo.

Un día, Francisco se ausentó. Y el lobo
dulce, el lobo manso y bueno, el lobo probo,
desapareció, tornó a la montaña
y recomenzaron su aullido y su saña.

Otra vez sintióse el temor, la alarma,
entre los vecinos y entre los pastores;
colmaba el espanto en los alrededores,
de nada servían el valor y el arma,
pues la bestia fiera
no dio treguas a su furor jamás,
como si estuviera
fuegos de Moloch y de Satanás.

Cuando volvió al pueblo el divino santo
todos lo buscaron con quejas y llanto
y con mil querellas dieron testimonio
de lo que sufrían y perdían tanto
por aquel infame lobo del demonio.

Francisco de Asís se puso severo.
Se fue a la montaña
a buscar al falso lobo carnicero.
Y junto a su cueva halló a la alimaña.

- "En nombre del Padre del sacro universo,
conjúrote –dijo-, ¡oh lobo perverso!,
a que me respondas: ¿Por qué has vuelto al mal?
Contesta. Te escucho."

Como en sorda lucha, habló el animal,
la boca espumosa y el ojo fatal:

- "Hermano Francisco, no te acerques mucho...
Yo estaba tranquilo allá en el convento;
al pueblo salía
y si algo me daban estaba contento
y manso comía.
Mas empecé a ver que en todas las casas
estaban la Envidia, la Saña, la Ira,
y en todos los rostros ardían las brasas
de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
perdían los débiles, ganaban los malos,
hembra y macho eran como perro y perra
y un buen día todos me dieron de palos.

Me vieron humilde, lamía las manos
y los pies. Seguía tus sagradas leyes,
todas las criaturas eran mis hermanos:
los hermanos hombres, los hermanos bueyes,
hermanas estrellas y hermanos gusanos.
Y así, me apalearon y me echaron fuera.
Y su risa fue como un agua hirviente,
y entre mis entrañas revivió la fiera,
y me sentí lobo malo de repente;
mas siempre mejor que esa mala gente.
Y recomencé a luchar aquí,
a me defender y a me alimentar.
Como el oso hace, como el jabalí,
que para vivir tienen que matar.
Déjame en el monte, déjame en el risco,
déjame existir en mi libertad,
vete a tu convento, hermano Francisco,
sigue tu camino y tu santidad."

El santo de Asís no le dijo nada.
Le miró con una profunda mirada,
y partió con lágrimas y con desconsuelos
y habló al Dios eterno con su corazón.
El viento del bosque llevó su oración,
que era: "Padre nuestro, que estás en los cielos..."

RUBÉN DARÍO ... (ver texto completo)
LOS MOTIVOS DEL LOBO

El varón que tiene corazón de lis,
alma de querube, lengua celestial,
el mínimo y dulce Francisco de Asís,
está con un rudo y torvo animal,

bestia temerosa, de sangre y de robo,
las fauces de furia, los ojos de mal:
¡el lobo de Gubbia, el terrible lobo! ... (ver texto completo)
Pues, señor, está visto –torno a decir al tornar a despertarme–; es cosa decidida que yo no he de pegar los ojos en toda la noche.

Y no sabiendo ya qué hacer, me puse a tararear una barcarola al compás de los golpes del reloj, que yo en mi mente fingía que eran los de los remos. Figuraos una noche serena, un cielo azul oscuro sembrado de puntos de oro, un mar de plata en cuyas olas se quiebra y chispea la claridad de la luna, un esquife ligerísimo que corta las aguas dejando en pos una estela ... (ver texto completo)
ENTRE SUEÑOS

Hace pocos días entré en una tienda de tiroleses, y como había de fijarme en otra cosa, me fijé en un reloj de pared y pregunté el precio.
–Quince duros –me dijo el dueño.
¡Quince duros! –repetí yo en voz baja y como dudando si me decidiría o no a comprarle.
–Es una ganga –se apresuró a añadir mi interlocutor para acabar de decidirme–. Ya ve usted, por quince duros un reloj de péndulo. Esto acompaña por las noches.

–Esto acompaña –exclamé yo entonces–; he aquí lo que yo busco: algo que me acompañe en mis largas horas de fastidio; algo que rompa el triste silencio de mis eternas noches de insomnio. Y sin meterme en más averiguaciones, compré el reloj y lo llevé a mi casa. En hora aciaga lo hice. Razón tienen los que aseguran que más vale estar solo que mal acompañado. Pero no adelantemos el discurso. Vamos por partes, que la cosa merece ser referida punto por punto. Llevé, como dejo dicho, el reloj a mi casa, lo colgué en mi alcoba, le di cuerda y comenzó a moverse el péndulo.

Entre las cosas que ignoro, que son bastantes, una de ellas es en qué consiste sobre poco más o menos el mecanismo del reloj. Quedéme, pues, un gran espacio de tiempo contemplando aquella maraña de ruedas y aquel péndulo, que se movían por sí solos, con una estupidez digna del salvaje más salvaje de la más remota isla del mundo. El reloj comenzaba a divertirme, lo cual probará a mis lectores que a pesar de todo yo me divierto con bastante poca cosa.
Pasó el día, llegó la noche, metíme en la cama, y aquí te quiero ver escopeta, o mejor dicho, aquí te quiero ver reloj –exclamé para mi almilla–, acomodándome como mejor pude en el fementido lecho y cerrando los ojos no sin haber antes apagado la luz con el tacón de una bota.

El reloj, en efecto, hubo de comprender que había llegado la hora de lucir sus habilidades y pareció como que empezaba a moverse con un ruido más igual y perceptible.

Al principio el compasado tric... trac del péndulo que llevaba la batuta en esa misteriosa sinfonía de ruidos que accidentan el alto silencio de la noche, me distrajo un poco, y hasta puedo decir que me acompañó en la soledad. Al cabo de una media hora comencé a encontrar alguna monotonía en aquel continuo y alternado martilleo, y si con la voluntad hubiera podido hacer que se apresurase o se retardara el movimiento del péndulo, de seguro lo habría apresurado o detenido. Más tarde, cuando comenzaron mis párpados a cerrarse insensiblemente, cuando hasta mis ideas se elaboraban con más lentitud, cuando el sopor del sueño comenzó a embargarme con su voluptuosa languidez, cien veces estuve tentado de levantarme a parar aquella maldita máquina que con imperturbable compás seguía sonando sin debilitar su ruido ni retardarlo a medida que todo se apagaba y parecía borrarse dentro y fuera de mí.

Unas tras otras, mis ideas reales fueron desapareciendo, y otra serie de ideas informes que pertenecen a la vida del sueño, que es sin duda alguna una existencia doble y aparte de la existencia positiva, se alzaron del fondo de mi cerebro y comenzaron a flotar como un vapor ligerísimo ante los ojos del alma. Me dormí, pero no tan profundamente que no siguiera escuchando como un rumor alternado y confuso el tric trac del reloj. Aquel monótono ruido debió influir en la visión de mi sueño, o al menos modificarla, como sucede a menudo con las sensaciones que se experimentan durante la noche.

La imaginación se apodera de estas sensaciones exteriores y, desfigurándolas y dándolas una forma extraña, las asimila a sus extravagantes desvaríos. Sólo así puedo explicarme la visión que tuve. Soñé que me encontraba en un campo inmenso; ante mis ojos se abría un horizonte dilatadísimo; ni una ligera nube empañaba el cielo, ni una línea pintoresca accidentaba el paisaje; todo era igual y monótono, todo verde a mis pies, todo azul sobre mi cabeza: una faja gris cortaba el fondo en el punto donde el suelo y el cielo parecían tocarse y confundirse. Una mujer hermosa pasó a mi lado; la hablé, y no me contestó, ni levantó siquiera los ojos de una flor que llevaba en las manos. Sino, sano, iba diciendo a medida que arrancaba las hojas de la flor, que era blanca y con el botón amarillo. Sí... no, sí... no, sí... no y de aquí no salía. Diríase que las hojas arrancadas tornaban a reproducirse en el instante, pues ella no cesaba de quitarle hojas a la flor, y a la flor siempre le quedaban algunas. No puede nadie formarse una idea de lo que me fatigaba una cosa tan sencilla. Porque lo particular del caso era que las hojas, al desprenderse, hacían un ruido particular, de modo que al mismo tiempo que la mujer decía si... no, sí... no, las hojas la acompañaban haciendo tric trac, tric trac.

Pero ya se ve. ¿No había de fatigarme aquel laberinto si allí no había campo, ni mujer, ni flor, ni palabra alguna, sino el maldito péndulo? «Vamos –exclamé entreabriendo los soñolientos párpados–, el reloj me va a dar la noche», y me volví del otro lado y procuré coger de nuevo el sueño. El reloj seguía impasible, por donde no había forma de volverme a dormir. Determiné, por tanto, sacar el mejor partido que pudiera de sus acompasados golpes. Primero me tomé el pulso y me entretuve en notar si marchaba al compás del péndulo. Después empecé a contar los latidos del corazón de acero de aquella endiablada máquina. Conté no sé hasta cuántos; lo que puedo decir es que ya me faltaba tiempo para enumerar la cifra en el espacio que mediaba entre golpe y golpe. Ochenta y ocho mil novecientos noventa y ocho, ochenta y ocho mil novecientos noventa y nueve, decía yo entre dientes y apresurándome para no trabucar la cuenta, con un afán y una angustia que no los tendría mayores si se tratara de darme un doblón por cada uno de los golpes que iba contando. Y es el caso que yo no quería contar más y, no obstante mi deseo, seguía contando con la imaginación.

En esta batahola de la voluntad, en pugna con la pertinacia de esta otra voluntad independiente de nosotros que nos hace hacer lo que no queremos, me quedé por segunda vez dormido. Volví a soñar. De este segundo sueño me queda un recuerdo tan confuso que es muy difícil coordinarlo. Soñé que estaba quieto y que andaba. Estaba quieto porque, deseando no andar, me había sentado en un camino del que no veía el fin; y andaba porque oía el ruido de los tacones de mis botas, que parecían de acero y que yo iba sobre un plano de cristal. Y lo particular de la pesadilla consistía en que a pesar de tener la conciencia de mi quietud, me empeñaba en que aquel ruido de pasos era mío, y estaba tan persuadido de esto que por un fenómeno inexplicable me cansaba el movimiento sin moverme. « ¿Si andará alguien junto a mí?», decía yo entre dientes, sudando ya la gota gorda y con una angustia indecible. Volvía la cara a todos los lados y no veía a nadie. Y el ruido de los pasos no dejaba de oírse con una regularidad matemática. Tric trac, tric trac..., seguían haciendo los tacones: los tacones, digo mal, porque lo que seguía sonando era el maldito de cocer del péndulo. ... (ver texto completo)
Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de Maese Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio, silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta, escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente a que comenzara la misa del Gallo.

—Ya lo veis —decía la superiora—: vuestro temor es sobre manera pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano, tocadlo sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?

—Tengo... miedo —exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.

— ¿Miedo? ¿De qué?

—No sé..., de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la misa, y, ufana con esta distinción, pensé arreglar unos registros y templarlo, a fin de que os sorprendiese... Vine al coro... sola..., abrí la puerta que conduce a la tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora..., no sé cuál..., pero las campanas eran tristísimas y muchas..., muchas..., estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el umbral, y aquel tiempo me pareció un siglo.

La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda...: la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi..., lo vi, madre, no lo dudéis; vi a un hombre que, en silencio, y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba, recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra sus registros..., y el órgano sonaba, pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.

Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.

El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes fuego... Entonces quise gritar, quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había mirado...; digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!

— ¡Bah! Hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un paternóster y un avemaría al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna del órgano; la misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles... Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará a inspirar a su hija en esta ceremonia solemne, para el objeto de tan especial devoción.

La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la misa.

Comenzó la misa y prosiguió sin que ocurriera nada notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano, un grito de la hija de maese Pérez. La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.

— ¡Miradlo! ¡Miradlo! —decía la joven, fijando sus desencajados ojos en el banquillo; de donde se había levantado, asombrada, para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.

Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y, no obstante, el órgano seguía sonando...; sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo... en sus raptos de místico alborozo.

...

— ¿No os dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara; no os lo dije yo? ¡Aquí hay busilis! Oídlo. ¡Qué! ¿no estuvisteis anoche en la misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está hecho, con razón, una furia... Haber dejado de asistir a Santa Inés, no haber podido presenciar el portento..., ¿y para qué?... Para oir una cencerrada, porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral no fue otra cosa... Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira...; aquí hay busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.

GUSTAVO. A. BÉQUER. ... (ver texto completo)
Buenas noches, mi señora doña Baltasara. ¿También usarced viene esta noche a la misa del Gallo? Por mi parte, tenía hecha intención de ir a oírla a la parroquia pero, lo que sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad, desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecillo! ¡Era un santo!... Yo de mi sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece... Pues en Dios y en ni ánima que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos lo verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y a idos no hay amigos... Ahora lo que priva es la novedad..., ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe usted nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice o deja de decir... Sólo que yo, así..., al vuelo..., una palabra de acá, otra de acullá... sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades.

Pues, sí, señor. Parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo que siempre está echando pestes de los otros organistas, perdulariote; que más parece jifero de la Puerta de la Carne que maestro de solfa, va a tocar esta Nochebuena en lugar de maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, después de la muerte de su padre entró en un convento de novicia. Y era natural: acostumbrados a oir aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que en honor del difunto, y como muestra de respeto a su memoria, permaneciera callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre diciendo que él se atreve a tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación. Pero así va el mundo... Y digo... No es cosa la gente que acude... Cualquiera diría que nada ha cambiado de un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la multitud en el templo... ¡Ay, si levantara la cabeza el muerto! Se volvía a morir por no oír su órgano tocado por manos semejantes.

Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho, las gentes del barrio le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va a comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no hay más que oír... Pero, calle, ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús!, ¡qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aire de personaje! Vamos, vamos, que hace ya rato que llegó el arzobispo y va a comenzar la misa... Vamos, que me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos días.

Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre, un camino entre la multitud a fuerza de empellones y codazos.

Ya se había dado principio a la ceremonia. El templo estaba tan brillante como el año anterior. El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba, unos tras otros, los registros del órgano con una gravedad tan afectada como ridícula. Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.

—Es un truhán que, por no hacer nada bien, ni aun mira a la derecha —decían los unos.

—Es un ignorantón que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca; viene a probar el de maese Pérez —decían los otros.

Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su pandero, y aquél percibía sus sonajas, y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pedantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difunto maese Pérez.

Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas repicaron, asemejando su repique una lluvia de notas de cristal. Se elevaron las diáfanas ondas de incienso y sonó el órgano. Una estruendosa algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde.

Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duraron algunos segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto. El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún, brotando de los tubos de metal del órgano como una cascada de armonía inagotable y sonora.

Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis, cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio, notas sueltas de una melodía lejana que suena a intervalos, traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia, trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta despedida de las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una tempestad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo que sólo la imaginación comprende, himnos alados que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos..., todo lo expresaban las cien voces del órgano con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca.

...

Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta y tanto su afán por verlo y admirarlo, que el asistente, temiendo, no sin razón, que lo ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado lo esperaba.

—Ya veis —le dijo este último cuando lo trajeron a su presencia—. Vengo desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje tocando la Nochebuena en la misa de la catedral?

—El año que viene —respondió el organista— prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano.

— ¿Y por qué? —interrumpió el prelado.

—Porque... —añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro—, porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.

El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones, y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban aún dos mujeres que después de persignarse y murmurar una oración ante el retablo del Arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.

— ¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? —decía la una—. Yo soy de este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarlo el señor cura por malo; y era cosa de taparse los oídos con algodones... Y luego, si no hay más que mirarlo al rostro, que, según dicen, es el espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez cuando, en semejante noche como ésta, bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y parecía un ángel... No que éste, que ha bajado las escaleras a trompicones, como si le ladrase un perro en la meseta, Y con un olor de difunto y unas... Vamos, mi señora doña Baltasara, créame usarced, y créame con todas veras: yo sospecho que aquí hay busilis...

Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían. Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas. ... (ver texto completo)
La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos chispeaba en los ricos joyeles de las damas, que arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de sus dueñas, vinieron a formar un brillante circulo alrededor de la verja del presbiterio.

Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado ... (ver texto completo)
MAESE PÉREZ EL ORGANISTA

(Leyenda sevillana)

En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la misa del Gallo oí esta tradición a una demandadera del convento.

Como era natural, después de oírla aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.

Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes con que nos regaló su organista aquella noche.
... (ver texto completo)
Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y como a dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, existían aún en aquella época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior a la conquista de los árabes.

En el atrio, que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo, crecían zarzales y hierbas parásitas, entre las que yacían, medio ocultas, ya el destrozado capitel de una columna, ya un sillar ... (ver texto completo)
Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño o referían al amor de la lumbre consejas parecidas a las del Cristo de la Luz, que, robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen, o la historia del Santo Niño de la Guardia, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús.

Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido ... (ver texto completo)
LA ROSA DE LA PASIÓN

(Leyenda religiosa)

Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita.

Mientras me explicaba el misterio de su forma especial, besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando, uno a uno, de la flor que da nombre a esta leyenda.

Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca, os conmovería como a mí me conmovió, la historia de la infeliz Sara.
... (ver texto completo)
¿Qué había hecho cambiar a Diego Martínez? Posiblemente fuera su encubrimiento, pues de

simple soldado fue ascendido a capitán y a su vuelta el rey le nombró caballero y lo tomó

a su servicio. El orgullo le había trasformado y le había hecho olvidar su juramento de

amor; negando en todas partes que él prometiera casamiento a esa mujer.

Inés no cesaba de acudir ante Diego, unas veces con ruegos, otras con amenazas y muchas
... (ver texto completo)
A BUEN JUEZ MEJOR TESTIGO: El Cristo de la Vega

Había en Toledo dos amantes: Diego Martínez e Inés de Vargas. Estos dos se amaban locamente,

pero un día llegó una mala noticia para los dos, Diego tenía que partir hacia Flandes y

esto sembró el miedo y el terror ante los dos, ya que este viaje les separaría y solo Dios

sabe por cuánto tiempo. Llegó la hora de la despedida y esta se produjo en la capilla del
... (ver texto completo)
Hola peregrina, como verás en el enunciado dice: amantes del teatro y la lectura.
y que yo sepa GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, es digno autor para ser leído.

Lo mismo que que son dignos, todo aquel que quiera expresar en sus letras sus sentimientos, como lo ha hecho Bétulo.

Peregrina, no he perdido la esperanza de volver hacer un teatrillo, reinventado de alguna obra famosa. Aquí hemos echo varías de Federico García lorca. Carmen García García y yo, nos atrevimos a ello, y salió adelante, con la ... (ver texto completo)
Hola MUNDO, gracias por invitarme, pero yo no tengo ni idea, y vosotras ya sois veteranas, pero si lo hacéis y puedo entrar, pondría todo mi empeño en no dejaros mal, aunque tendríais que tener un poco de consideración conmigo, por ser novata.

P. D. De momento iremos poniendo historias, que las hay preciosas.
Un beso.
Hola MUNDO buenas tardes:
Espero que no te moleste que haya puesto aquí esa historia, porque la verdad es que ya me da un poco de miedo, entrar en según qué sitios por temor a meter la pata, pues ya en alguna ocasión me ha pasado, y he salido un poco escaldada,
Por eso si no es el sitio adecuado, me lo dices y lo quito de inmediato. Pero es que estas historias de Béquer me encantan, como las que tú tienes puestas, y otras más.
Lo dicho, si te molesta no tienes más que decírmelo,
Un fuerte beso.
Al pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado que al llegar la primavera se cubre espontáneamente de flores. La gente del país dice que allí está enterrada Margarita.
FIN
En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad; evangelios cosidos en bolsitas de brocatel, secretos para hacerse amar de todas las mujeres, reliquias ... (ver texto completo)
Por cima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve, los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil lanzaban chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos parecían cuatro llamas.
La empresa de don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época, había traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la Península, no faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también, llamados por la fama, a unir los esfuerzos a los del santo rey.

Tendidas a lo largo de la llanura mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y colores sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas y otras cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados, que, hablando dialectos diversos y vestido cada cual al uso de su país y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.

Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate, sentados en escaños de alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas rotas en la última refriega; más allá cubrían de saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste, entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza; y el rumor de los tambores, el clamor de las trompetas, las voces de los mercaderes ambulantes, el golpear del hierro contra el hierro, los cánticos de los juglares, que entretenían a sus oyentes con la relación de hazañas portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestros del campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposible de pintar con palabras.

El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.

Próximo a la tienda del rey, y en medio de un gran corro de soldados, pajecillos y gente menuda que le escuchaban con la boca abierta apresurándose a comprarle alguna de las baratijas que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad romero, mitad juglar que, ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclada en su interminable relación, chistes capaces de poner colorado a un ballestero con oraciones devotas, historias de amores picarescos con leyendas de santos. ... (ver texto completo)
Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba, cuando empezó a oírse por todo el campo de Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la torre más alta de la fortaleza.
Unos sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos vagando por la llanura, aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los de más allá formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió a sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par, y gimiendo sobre sus goznes, las pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.

La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en toda la comarca por su esplendidez y sus riquezas.
Rompieron la marcha los farautes, que, deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en alta voz y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra de moros y requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus huestes.

A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.
Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de ricohombre con sus motes y sus calderas, y al estribo izquierdo, el ejecutor de las justicias del señorío vestido de negro y rojo.
Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.

Cuando dejó de herir el viento al agudo clamor de la formidable trompetería, comenzó a oírse un rumor sordo, compasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados de largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer los aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo; las cuadrillas de escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.
Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y lanzando chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo, formados en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.

Por último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda y oro y seguido de los escuderos de su casa, apareció el conde.
Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre la confusa vocería se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como herida de un rayo en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla.

Era Margarita, Margarita, que había conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy temido señor conde de Gómara, un de los más nobles y poderosos feudatarios de la corona de Castilla. El ejército de don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde, una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de la ciudad de los infieles. ... (ver texto completo)
Cuando el Señor hizo a la mujer, era su sexto día de trabajo haciendo horas extras... Un ángel apareció y dijo " ¿Por qué pasas tanto tiempo en ésta obra?" Y el Señor le contestó diciendo: "Has visto el formulario de especificaciones que tiene?.

Tiene que ser completamente lavable... pero no plástica, tiene 200 partes movibles... todas reemplazables, funciona con comida, tiene un regazo en el que caben 2 niños al mismo tiempo pero que desaparece cuando se incorpora, tiene un beso que puede curar ... (ver texto completo)
VARON

¡Me giedin los hombris
que son medio jembras!

Cien vecis te ije
que no se lo dieras;
que al chiquín lo jacían marica
las gentis aquellas..

Ahora ya lo vide, y a mi no me mandis
más vecis que güelva.

Te largas tú a velo,
que pué que no creas
que tu cuerpo ha parío aquel mozo,
ni que lo cebasti Con tu lechi mesma,
ni que tieni metía en la entraña
sangri de mis venas.

N'amas de mimarros
y delicaezas
se ha queao lo mesmo que un jilo
paliúcho y sin chispa de juerza.

Cá instanti se lava,
cá inslanti se peina,
cá instanti se múa
toa la vestimenta,
y se encrespa los pelos con jierros
que se lo retuestan,
en los dientis se da con boticas
de unos cacharrinos que tieni en la mesa,
y remoja el moquero con pringuis
n'amás pa que güela.

¡Giedi a señorita
dendi media legua!

Se levanta a las nuevi corrías
y a las doci lo menos se acuesta.

¡Va a ponersi pochu
si acotina de aquella manera!

¡Güeno está pa mandalo a bellotas,
pa ayualmi a escuajal en la jesa,
pa jacel un carguju de tarmas
y traélo a cuestas,
u pa estalsi cavando canchális
dende que amaneci jasta que escureza!

Los muchachos de acá me esconfio
que mos lo apedrean
cuantis venga jaciendo pinturas
u jablando de aquella manera,
y verás cómo el mozo no tieni
ni agallas ni juerza
pa el primero que quiera moflarsi
rompeli la jeta.

Ya no dici padri,
ni madri, ni agüela.

"Mi papá, mi mamá, mi abuelita..."
así chalrotea,
como si el mocoso juesi un señoruco
de los de nacencia,
ni mienta del pueblo, ni jace otro oficio
que dil a una escuela
y palral e bobás que allí aprendi,
que pa ná le sirvin cuantis que se venga.

Pa sabel sus saberis le ije:
"Sácame la cuenta
del aceiti que hogaño mos toca
del lagal po la parti que es nuestra.

Se maquilan sesenta cuartillos
p'acá parti entera,
y nosotros tenemos, ya sabis,
una media tercia
que tu madre hereó de una quinta
que tenía su agüela Teresa.

¡Ya ves tú que se jaci en un verbo!
Sesenta la entera,
doci pa la quinta,
cuatru pa la tercia,
quita dos pa una media, y resultan
dos pa la otra media.

Pus el mozu empringó tres papelis
de rayas y letras
y pa ensenrearsi
de aquella maeja
ijo que el aceiti que a mi me tocaba
era "pi menus erre", ¿te enteras?

¡Pus pués dil jacindu
las sopas con ella!

¿Y esos son saberis?
¡Esas son fachendas!

No le quise mental del guarrapo
ni icile siquiera
que hogañazo vendimos el churru
pa compral un cachuju de tierra.

¡Allí no se jabla

de esas cosas ni en ellas se piensa!

N'amás que se jaci comel confituras
melcal vestimentas,
dirse a los cafesis,
dirse a las comedias
y palral de bobas que no valin
ni siquá una perra.

¡Jolgacián como el nuestro muchacho
no va a habelo, si aquí no se almienda!

Yo no lo distingo de otros señorinos
que con él se ajuntan y jolgacianean.

¡Son como maricas ¡
¡Júy, qué vestimentas!
Ves una presona
por detrás, en la calli, tan tiesa
y endi lejus no sabis de cierto
si es macho u es jembra.

Güelen a lo mesmu
como las ovejas,
y p'aquí no es asín, que cá cosa
güele a su manera:
güeli a macho la carni de hombri
y la carni de jembra da a jembra.

Hay que dil a buscar al muchacho
cuantis que se puea,
y le dicis a aquellos señoris
que esu no quita pa que se agraeza,
pero que a su padri le jaci ya falta,
y asín se la enreas.

No lo quió jolgacián, aunque muchos
saberis trujiera.

Y no es esu solu lo que a mí me enrita,
que otras cosas me jacin más mella...
Hay que dil a buscalo cá y cuando,
que venga, que venga,
porque mira, me giedin los hombris
que son medio jembras.

Gabriel y Galán. ... (ver texto completo)
EL “POS” CUMPLE

Ya se ha pasado el gran día
Ya tienes un año más,
Puedes decirlo contenta
y con ilusión además.
espero por muchos años
Contando con tu amistad
cuando llegue esta fecha
Yo, poderte felicitar. ... (ver texto completo)
FELIZ CUMPLEAÑOS INÉS.

Perdóname amiga mía
si pronto te he despertado,
pues no podía marcharme
sin haberte felicitado.

A medio día, no puedo,
Y a la noche sería tarde,
Y yo con todo cariño ... (ver texto completo)
LA CENEFICA

Yo no sé explicalo
porque a mi se me enrea la lengua
con esas palabras que train los papelis
dendí las ciudaes dondí los imprentan;
pero he comprendío
que la reina la ha dao a Plasencia
una cosa asina
como una «Cenéfica»,
que es aspecia de un premio mu fino,
porque jué mu güena
cuando los soldaus
vinon de la guerra.
Yo no pueo explical lo que es eso
que ha dau la reina;
pero no habrá ciudá en toa España
que más lo merezca.
Que lo igan, si no, Juan Berruga,
Goriu el de tía Petra,
Gelipí el Coneju
y el mediano de tía Macarena.
Cuando los yanquisis
mos robaron las tierras aquellas,
p'allá estuvon éstos
pasando las penas.
N' más que de oílos contal sus trabajos
se queaba aginao cualisquiera.
¡Me caso en la luna,
qué jielis tan negras,
qué ajogos tan grandis,
qué vía tan perra
se pasaron los cuatro enfelicis
qn tan güenus eran!
Aquí se quearon
toas sus querencias,
aginás las madres y cuasi perdía
la miaja e jacienda,
que no da ni siquiá pa los pagos
cuantis que se afloja de bregal en ella.
Aquí, sin sabersi
si muertos ya eran
pa rezali siquiá un Padrinuestro
u jechali un responso en la iglesia,
y ellos, mentris tanto
pasando miserias,
sufri que te sufri,
pena que te pena,
rabia que te rabia,
brega que te brega...
Cuasi esnúos y muertos de jambri,
con el jato a cuestas,
¡vengas días sin miaja e descanso
y nochis de vela,
con el alma afligía de ansionis,
con el cuerpu jechito una breva
y la vía prendía de un jilo
abocaos cá instante a perdela!
¡Asín se quearon
como sanguijuelas!
Paecía mentira
que ellos mesmos jueran
los que andaban p'aquí más alegris
que unas pascualejas,
sanos, respingonis,
coloraos y llenos de juerza.
Daba gustu velos
cargal las janegas,
estronchal de tres golpis un leño
con la segureja,
amarral los novillus a uña,
tiral a la barra los días de fiesta.
Y vínon transios
con el propio colol de la cera,
sin ganas de groma,
sin chispa de juerza
y dañaos de adentro los cuatro,
que al miralos doblaba las penas.
No traian ni un probi remúo,
ni siquiá una perra
pa mercal boticas
u jacel una miaja merienda..
¡Juy, cómo llegaron
los cuatro a Plasencia!
¡Cascan todos si no ven tan prono
la quería ciudá de su tierra!
Unos siñoronis
que viven en ella
los estaban al tren esperando.
¡Qué gentí más güena ¡
¡Juy, Dios mio, si tos los señoris
juesin en el mundo como aquellos eran!
¡Juy, Dios mío, si toas las ciudades
se golviesen igual que Plasencia!
A tós los jeríos
los curaban con cosas bien güenas,
y tenían también camas finas
p'acostal los maletos en ellas.
Llamaban un méico
pa que allí los viera,
y le daban caldos
de güenas pucheras,
y le icían también muchas cosas
pa quitalí una miaja la pena.
Y a los sanos tamién los trataban
con delicaezas,
y les daban tabaco y licoris
de esos güenos que tanto calientan.
Bien lo puede Plasencia decilo,
que si no es por ella,
más de cuatro sin ver a su madrí
cascan de cansera.
¡Qué bien jecho está eso que dicin
que jaci la reina
de dali esa cosa
que llaman «Cenéfica»,
porque no habrá ciudá en toa España
que más lo mereza!
! Juy, si tós las siñoris del mundo
como aquéllos jueran!
¡Juy, si juesin también las ciudades
igual que Plasencia!...

¡Vivan los soldados!
¡Viva nuestra tierral
¡Vivan los señoris!
¡Viva la «Cenéfica»!

Gabriel y Galán ... (ver texto completo)