Testimonio vivido.
María Félez18 junio, 2020
Cuando Juan Pablo López Mendía volvió de Benín tras pasar como misionero 21 años en África, quizás en su mente buscaba descansar de las emociones fuertes. Las pandemias, la pobreza, el hambre y la muerte han sido una constante en su vida africana y, tal vez por ello, es aún capaz de sacar una sonrisa después de vivir estos días situaciones ante las que cualquiera se derrumbaría.
Pablo no se lo pensó cuando supo que la residencia de La Concepción en Calahorra estaba pasando por malos momentos. Quién sabe, quizás estaba predestinado a vivir en primera línea de batalla lo que el COVID-19 trajo a un rinconcito de Calahorra. A ese rinconcito en el que los abuelos vuelven a sonreír después de pasar por los momentos más complicados de sus vidas.
Suena el teléfono. Es Pablo, son las diez y media de la noche. « ¿Qué tal estás?». «Bien», se le intuye una sonrisa detrás del móvil y empieza a hablar, con sosiego, con tranquilidad. «Han sido días muy duros pero ya está, ya lo hemos pasado, desde hace unos días los abuelos vuelven a sonreír».
La llegada
El viernes 27 de marzo fue algo consciente de la situación que había en la residencia La Concepción y no dudó en llamar a la hermana superiora. «Les pregunté si necesitaban mi ayuda y les dije que yo no tenía ningún inconveniente en bajar y estar con ellas para echar una mano; para darles ánimos. Allí estaba ya el padre Pedro Hernández, le dije que se lo pensase y me llamó el sábado para aceptar mi propuesta», cuenta, como si de aquel 28 de marzo hubiese pasado ya un siglo.
Y allí se presentó. Dispuesto y comprometido a ayudar en todo lo posible. «Mi teoría es que cuando llegué ya estaba toda la residencia contagiada; un 93 por ciento de los residentes han pasado por la enfermedad», subraya. En aquel momento «había dos cosas urgentes que hacer: la sectorización y el problema de personal», recuerda. «La gente llevaba quince días sin dejar de trabajar, estaban dando el 200 por cien y estaban agotados. A lo que hay que sumar que los trabajadores y las hermanas también empezaban a enfermar», explica.
A los dos días enfermó la madre superiora y el misionero tuvo que coger junto a la asistente social las riendas de la residencia. Además, finalmente no fue así, no se descartaba que ella también tuviese que teletrabajar. «Eso hubiese sido más complicado, porque yo el tema de contratos y esas cosas desconocía cómo hacerlo, pero ella iba a estar al pie del cañón desde su casa», cuenta. Cuando él llegó habían fallecido ya tres personas, ninguno con diagnóstico COVID. Luego serían muchas más.
La UME
«Decidí que había que ponerle cabeza al asunto, que estaba muy bien lo del corazón, pero que la razón debía marcar los pasos». Entonces cuadró los horarios de los trabajadores: «Era preferible estar, por ejemplo, tres en cada área y que uno descansase un día que estar cuatro agotados». Llegó el momento de la sectorización. Poner al final del pasillo a los enfermos con prueba confirmada.
«La UME hizo un trabajo excepcional. Sin ellos no hubiese sido posible, ya que había que trasladar camas y colchones de un sitio a otro y realizar una profunda desinfección, venían todos los días», dice de esos militares que llegaron a La Rioja para ayudar en tareas a veces desconocidas por el resto de la población. «El trabajo que hicieron fue fundamental», recalca.
«Sí, han muerto muchos abuelos en la residencia; 21 con PCR positiva en la nuestra, pero nunca nos hemos sentidos abandonados, el Gobierno de La Rioja ha hecho un trabajo fundamental con la residencia. A esas alturas de la pandemia no contábamos con varios trabajadores que estaban ya de baja y entre ellos los tres sanitarios pero eso no se convirtió en un problema porque cada día pasaba un equipo de médicos, bien del centro de salud, bien del hospital, a ver cómo estaban los abuelos», relata.
«Cuando se decidía que había que mandar a alguno a un hospital se mandaba, siempre era una decisión médica», asevera López Mendía. «Hemos tenido residentes que mandaron a los hospitales sin casi posibilidades de salir y que ahora los tenemos ya por casa», celebra.
La falta de material de protección tampoco la ha vivido: «Desde que yo llegué nunca nos ha faltado material de protección. Podías mirar de reojo y pensar que se iba a acabar, pero siempre llegaba otra partida a tiempo», recuerda. El mayor problema fue de personal. «Tuvimos la suerte de que la gente se ofrecía, hubo ofrecimientos del Gobierno regional, de una agencia de empleo temporal, de Cris Roja, de Cáritas, de toda Calahorra… También he de decir que había gente que el primer día te decía ‘mañana no vuelvo’, pero es comprensible, el trabajo era muy duro, hay que estar allí».
La muerte, cara a cara
«Después nos mandaron a un médico ya para la residencia, un chico asturiano que estaba haciendo el MIR que ha sido uno más de la familia y que lo hizo extraordinariamente bien». Porque al fin y al cabo allí han vivido como si se conocieran de toda la vida.»Hay que tener en cuenta que allí había mucha gente enferma de COVID-19, las dos terceras partes de los residentes sin síntomas, y que había de darles de comer, bañarlos… Lo mismo que se hace en una casa con una persona mayor, pero con más de cien», cuenta recordando aquellos días de complicación máxima.
Su paso por África quizás le hace relativizar la dureza de la enfermedad. «Lo de África es otro tema, allí la vida y la muerte penden de un hilo cada día. Allí un día estás vivo y al siguiente estás muerto, pero no solo por una enfermedad, sino por infinidad de cosas», explica. «Esta sociedad está poco acostumbrada a mirar de frente a la muerte; cuando llega la convertimos en un drama y, al fin y al cabo, la muerte es parte de la vida», reflexiona.
Desde el epicentro de la enfermedad en Calahorra también se han sentido apoyados por el Consistorio. «Carmen Vea (la edil de Personas Mayores) llamaba cada día, para ofrecernos su ayuda, para preguntar cómo estábamos», recuerda, agradeciendo esa constante preocupación.
«El peor incendio estaba en los pasillos»
No fue fácil tomar decisiones, pero había que hacerlo. «Cuando nos hicieron los test serológicos tuvimos que volver a confinar a los abuelos que habían dado positivo, aunque intuíamos que muchos lo habían pasado hacía semanas porque esos primeros test no diferenciaban entre anticuerpos de de infección actual o de infección pasada», explica Juan Pablo López Mendía. Cuenta que «fue difícil explicarles que teníamos que volverlos a meter en las habitaciones y que no podían salir durante otros veintiún días más. Alguno me preguntaba: ‘ ¿Y si hay un incendio en la habitación, por dónde salimos?’ No eran conscientes de que el peor incendio estaba en los pasillos», dice. «Yo no viví la guerra, pero ni siquiera allí hubo tal confinamiento, nos contaban otros mayores. Era difícil explicarles lo que estaba pasando fuera y era difícil entenderlo sin poder verlo», subraya.
Que hace unas semanas pudiesen verse unos y otros fue la mayor alegría, hasta la llegada de los familiares. «Está siendo maravilloso verlos volver a recibir a sus familiares, algunos creían que fuera la gente estaba haciendo vida normal, por mucho que les dejamos nuestros móviles para hacer videollamadas. Luego llegaron dos tablets y ellos mismos se lo contaban o lo veían por la tele; seguían pensando que sólo eran ellos los que estaban encerrados», cuenta recordando la labor psicológica que se tuvo que hacer. «Esa labor también había que hacerla. En África había gente que se ponía enferma de tristeza; cuando la cabeza te dice que no, al final el cuerpo tampoco te responde y termina enfermando», asegura.
El lugar «más seguro de Calahorra»
En la residencia de la Concepción no hay miedo al rebrote. «Ahora este es el sitio más seguro de Calahorra. Nosotros sí tenemos inmunidad de rebaño, ya que el 93 por ciento de los abuelos han pasado por la enfermedad. Si hay rebrote nosotros prácticamente no lo notaremos, además ahora conocemos todos mucho más de la enfermedad que cuando entró en nuestras vidas», sostiene.
¿Se puede aprender algo de todo esto? «Siempre se aprende algo de todo. Yo he aprendido a ver lo maravilloso de las personas que han pasado estos días por mi vida: las Hermanitas, los trabajadores, las enfermeras, los propios abuelos… Qué vidas tienen, cuántas cosas buenas han hecho, sus familias, la gente ha dado mucho más de lo que debía y de lo que podía, debemos quedarnos con eso. Dios siempre hace algo maravilloso en cada uno de nosotros».
Lo maravilloso sin duda ha sido tener a gente así de capacitada colaborando en aquellos rinconcitos el los que el virus entró sin manual de instrucciones y que, con cabeza pero también con mucho corazón, han conseguido que las muertes de muchos hayan sido lo más dignas posibles y también que han salvado a la mayoría de las personas. Quizás por eso Juan Pablo sonríe, porque la vida sigue para la mayoría.
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